Por: Lic. Maclovio Murillo
Aunque ningún político que ha obtenido la titularidad del poder ejecutivo federal o de los estados federados que integran la República Mexicana, públicamente se haya atrevido a negar las especiales bondades que trae consigo el principio constitucional de división de poderes que rige en nuestro País y en los países más civilizados del mundo; y que ninguno que sea cuerdo admite en su sano juicio que durante su gestión haya ejecutado actos tendentes a controlar la actividad de los poderes legislativo y judicial, observamos que a lo largo del devenir histórico, en los hechos, todos ellos – objetivamente – de una forma u otra y en una mayor o menor medida, de forma suave o ruda, según el estilo y el nivel de descaro de cada uno, escudándose en razones de “gobernabilidad”, han realizado esas labores de control político efectivo, cuyo ejercicio no solamente lo justifican en su fuero interno como necesario, sino inclusive, lo festinan y disfrutan al nutrir al dictadorzuelo que todo político mexicano lleva dentro.
Presidentes de la República y Gobernadores las Entidades Federadas, tanto del presente como del pasado, en su ámbito nacional y local – respectivamente – , sin duda han ejercido medidas, muchas veces reprobables, inadmisibles, ilegales e inclusive inconstitucionales, con el soterrado afán de imponer el control político a los poderes legislativo y judicial, todo con el pretexto de buscar lo que ellos elegantemente llaman “gobernabilidad”, que en pocas palabras no es otra cosa que controlar todo órgano de poder para imponer su propia voluntad, su visión de gobierno, sus políticas y sus personalísimas decisiones de acuerdo a sus propios intereses, no solo en el poder del que son titulares, sino en los otros dos, dejándose con eso reducido al principio de división de poderes que tiene la noble finalidad de establecer los contra pesos para evitar la tiranía, en un simple anhelo popular que aunque se ha plasmado en la Constitución Federal, en la realidad es letra muerta.
Durante casi siete décadas ininterrumpidas en que gobernó el Partido Revolucionario Institucional –conocido como PRI–, la división de poderes funcionó casi de una manera imperceptible, pues todo o casi todo era controlado desde la Presidencia de la República. El Presidente imponía a quien le sucedería, a los Gobernadores de los Estados, Diputados y Senadores y para la aprobación de reformas constitucionales y de leyes, casi siempre era el Presidente quien presentaba las iniciativas, las cuales, eran aprobadas sin discusión y sin cambios sustanciales por diputados y senadores, cuya única virtud visible era la de tener especial rapidez para levantar el dedo en señal de aprobación de todo lo que su jefe político les instruyera por conducto del Secretario de Gobernación. Y en los estados federados, la situación no era diferente, como no lo sigue siendo en algunos casos, a través del control que ejercen los gobernadores, en términos muy similares.
En el Poder Judicial de la Federación, por su parte, los nombramientos de jueces y magistrados se controlaban a través de los Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los que a su vez, eran designados por el Presidente y su nombramiento era ratificado por el Senado de la República, pero como este se controlaba por aquél, siempre su designación era precedida de la ratificación como un mero trámite de barandilla.
Bajo ese sistema, en la Suprema Corte de Justicia se nombró de todo, pues hubo auténticos y destacados juristas con sobrados conocimientos y merecimientos para el cargo de Ministros, pero también fueron designados muchos ex políticos, ex funcionarios, ex procuradores, ex fiscales, académicos y amigos del Presidente de la República, unos con experiencia en la función de impartir justicia y otros con nula experiencia, conocimientos y merecimientos, que fueron auténticas calamidades para el Máximo Tribunal en México. Inclusive, fueron nombrados como Ministros, a Generales del Ejército Mexicano, que ninguna noción tenían en la delicada función de impartir justicia y que revelaban un mero capricho del que los nombró y una falta de conciencia de quien aceptó integrarse al Máximo Tribunal, solo para hacer el ridículo.
La lealtad para con el Presidente, era casi el único valor o por lo menos el más importante que debía cubrirse para acceder al más alto cargo en el Máximo Tribunal de Justicia, sin importar las capacidades, conocimientos, experiencia y merecimientos para ese cargo. Y de ahí todo venía en cascada en el mismo sentido, pues los Ministros se turnaban el derecho de proponer jueces y magistrados federales, y sus propuestas eran siempre aprobadas por el Pleno de la Suprema Corte, de tal manera que cada Ministro, contaba con su grupo de juzgadores que había logrado formar y conformar con base a su propuesta, lo cual, le daba inmenso poder porque cuando existía gran interés político o particular en tal o cual asunto, se buscaba incidir en el criterio del juez o magistrado que lo tenía bajo su competencia, a través del Ministro o Ministra que había propuesto al juzgador para acceder a su cargo. Por razones obvias, rara vez algún juez o magistrado, le negaron a “su Ministro” (así se le conocía), alguna petición o sugerencia aunque fuera realizada de forma velada o no explícita; y obviamente, menos aún, las solicitudes explícitas.
En los estados federados, funcionó el sistema casi de manera idéntica, pues los Gobernadores controlaban, como algunos siguen controlando, tanto a los Congresos Locales como a los Magistrados Estatales, constituyéndose objetivamente en los “Señores Justicia”, que no son sino auténticos caciques insaciables de poder.
A la cabeza de los Poderes Judiciales de los Estados, se encontraban los respectivos Tribunales Superiores de Justicia que estaban integrados por magistrados nombrados por gobernadores y ratificados por los Congresos Locales, todos obedientes y leales regularmente, a la voluntad del Gobernador del Estado. De esa manera se ejercía un control político casi absoluto, pues los jueces eran designados por el Pleno del Tribunal Superior de Justicia, pero este casi siempre obedecía a lo que su Presidente le dictaba, el cual, por lo regular, era un hombre o mujer que había logrado su cargo por imposición del propio Gobernador, y que por tanto se encontraba supeditado al mismo hasta la abyección, pues lo consideraba y era de facto, su jefe político. De esa forma, se controlaban las decisiones de los Magistrados y Jueces Locales, pues todos los juzgadores, excepto muy, créanme, pero muy honrosas y contadas excepciones, obedecían sin chistar lo que el Presidente del Tribunal Superior de Justicia les requería; y este a su vez, actuaba en obediencia ciega a lo que el Gobernador deseaba.
Aún en esos tiempos de dictadura perfecta, había excepciones, pues cuando no se trataba de asuntos de estado, los juzgadores del Poder Judicial de la Federación a través de sus decisiones en los juicios de amparo, obligaban a los juzgadores y autoridades locales a respetar la Constitución y las Leyes respectivas, remediando muchísimas injusticias, pues los jueces y magistrados federales, no le guardaban obediencia a los Gobernadores de los Estados, que eran los mandones a nivel local.
Fue a partir de la reforma iniciada por el Presidente Ernesto Cedillo Ponce de León, cuando se realizaron cambios sustanciales en el Poder Judicial de la Federación, los cuales no tocaron a los poderes judiciales de los estados federados.
En esa reforma, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, integrada por veintiséis Ministros (cuatro salas ordinarias con competencia definida y una auxiliar, integradas cada una por cinco ministros, que sumaban veinticinco más el Presidente), fue reducida a solamente once Ministros (dos salas de cinco ministros cada una más el Presidente). Pero además, con la finalidad de descargar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación de las funciones administrativas que tenía, entre las cuales incluía el nombramiento, ratificación, vigilancia y disciplina de los Jueces y Magistrados, además de la administración de todo el Poder Judicial de la Federación, excepto la Suprema Corte, fue creado el Consejo de la Judicatura Federal a quien se le dotó de competencia para conocer de todos esos asuntos, eliminándose así los cotos de poder exacerbado de los Ministros y que estos influyeran en las decisiones de los jueces y magistrados, pues a partir de esa reforma, ellos no los propondrían para su nombramiento, sino serían nombrados en base a concursos de oposición.
La reforma permitió fortalecer por una parte a la Suprema Corte de Justicia de la Nación en su rol de un auténtico Tribunal Constitucional, encargada de los asuntos de mayor relevancia jurídica en el quehacer jurisdiccional, pudiendo declarar la inconstitucionalidad de los actos, tanto del ejecutivo federal y local, como del legislativo en sus dos esferas y los provenientes de otros órganos jurisdiccionales. Y al lograrse el cambio democrático en el País, concomitantemente se logró la alternancia en el poder, lo cual, trajo como consecuencia de que se lograra que el Máximo Tribunal del País no estuviera integrado por puros Ministros fieles al Presidente de la República en turno, sino nombrados por diversos Presidentes con la aprobación del Senado, lo cual, evidentemente se traducía en mayor independencia, autonomía e imparcialidad, todo esto en beneficio de la justicia.
Los jueces y magistrados federales, con esas medidas, también vieron fortalecida su independencia, autonomía e imparcialidad, pues a partir de su aplicación, ya su nombramiento no se lo debían solo a una persona ni a algún partido político o grupo de personas que los había propuesto, sino ahora se lo debían a sí mismos, a sus esfuerzos, grados académicos, conocimientos, destrezas, experiencia, carrera judicial, cualidades personales e idoneidad para ejercer las labores jurisdiccionales, y sobre todo, por haber demostrado ser los mejores al resultar vencedores en un concurso de oposición donde tuvieron la oportunidad de competir y medirse con los más aptos para el cargo a nivel nacional, cada uno tratando de eliminar a los otros para vencerlos y lograr su particular designación.
Sin embargo, a través de una reforma regresiva que se impulsa desde el Ejecutivo Federal, hoy se cierne un gran peligro para los mexicanos usuarios del sistema de justicia, pues con el triunfo del Partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), se pretende liquidar no solo a todos los Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y Consejeros de la Judicatura Federal, que fueron nombrados escalonadamente con la finalidad de que ningún Presidente de la República pudiera influir en el nombramiento de todos en bloque y ejercer con eso un absoluto control político en esos órganos esenciales para la independencia y autonomía de ese poder, sino también existe la iniciativa y firme propósito de liquidar y despedir a la totalidad de jueces y magistrados tanto federales como locales, para ahora nombrar otros en procesos de elección popular, evitando los concursos de oposición tan necesarios y útiles para posibilitar que exclusivamente los mejores, más dotados, mayormente idóneos, mejormente preparados, con mayor experiencia, conocimientos y mejores valores éticos, sean los que finalmente sean designados y nombrados, pues a través del voto popular, se designará y nombrará solo a los que sean más populares, tal vez por lograr el apoyo de las masas a través de los partidos políticos y sus recursos financieros y propagandísticos, pero no a los más capaces e idóneos, perdiéndose de vista que, al hacerse justicia se debe aplicar el derecho sin buscar la popularidad, sino exclusivamente el respeto a la constitución, los tratados internacionales aprobados por los senadores y las leyes que emanen de la primera.
¡Así, es cuanto¡