Por: Rosalío Morales Vargas
Un día de junio antes de la lluvia,
que unas horas después
se abatiría sobre el asfalto enmudecido,
a causa de la saña y crueldad que vislumbró
la atónita calzada México Tacuba,
no pudo contener las lágrimas ardientes.
Se derramó un amargo llanto y afloró la rabia,
por los caídos de manera inicua,
entre el marchito ocaso y la huraña oscuridad,
en el lindero adusto del Casco de Santo Tomás
y la Ribera de San Cosme.
Una matanza al filo de la tarde,
en la emboscada sórdida de los abismos;
el totalitarismo de las sombras
se abalanzó en aquel Jueves de Corpus,
y el vómito de fuego de nuevos arcabuces,
pretendió aniquilar la juventud irreverente.
La confabulación de granaderos
con paramilitares y la policía,
en el tumulto de complicidad artera,
embistió contra miles de estudiantes,
en un ataque de vileza y estulticia.
El brillo de neón del crepúsculo sangriento,
fosforescente y lánguido,
reveló la vesania de pájaros de mal agüero,
que en el río de la angustia desbordada,
en magenta anegó los islotes del decoro.
Se regodeó lo más sombrío y deleznable
de francotiradores al acecho
y de halcones pagados por los sátrapas;
agazapados los sicarios de la infamia
en el gozne de la traición y la perfidia
y en los suburbios de la soez indignidad.
El 10 de junio permanecerá presente,
en tanto no se agriete la memoria
y las semillas de vehementes rebeldías
continúen despejando
la espesa niebla del olvido.