Por: Profr. José Luis Fernández Madrid
No mentimos cuando expresamos nuestro deseo de regresar a clases, pues un aula vacía equivale a miles de estudiantes sin socialización, sin interacción y más que eso, quizá a dejar de asistir a su único refugio para enfrentar las tempestades sociales.
La obligada ausencia a los salones de clases de todos los niveles reitera la endémica dinámica que solo la educación formal institucionalizada puede ofrecer pues para nadie es un secreto la desesperación de los alumnos de no poder compartir ideas, experiencias, pláticas y reuniones con sus compañeros.
Pero no solamente ellos sufren, también infinidad de maestros y maestras lamentan este receso pro salud dada la necesidad intrínseca de estar frente al salón convirtiéndose así en guías del proceso enseñanza-aprendizaje y todas las situaciones y emociones que esto conlleva.
Pongámonos en un supuesto que con seguridad muchos docentes viven actualmente: durante el mes de marzo llegaba su jubilación y para ello estarían pensando desde meses o tal vez años atrás en cómo sería su despedida de los alumnos; por infortunio su documento llegó durante la contingencia y no pudieron siquiera decir un hasta luego a sus fieles estudiantes; corazón vacío.
Y no, no es romanticismo es una de muchas particularidades que se viven como profesionales de la educación, representa esto solo una muestra del apego que la docencia brinda a esa casta privilegiada, hoy confinada, que día a día acude a su escuela.
Una realidad de acudir cotidianamente a las aulas es que dicha rutina se convierte en la vida misma, en la ocasión única de servir, de producir, de interactuar, de vivir, de ahí la dificultad de soportar el impedimento de hacer lo que con gusto, pasión y convicción se hace; renunciar a ello, aunque sea temporalmente, sí abre el hueco en el alma y en el corazón.
Pronto las cuatro paredes de los salones brillarán y así, con ánimos renovados, la vocación y la valía magisterial seguirá siendo reflejada en el trabajo diario.