Por: Rosalío Morales Vargas
Se coaguló la tarde. Las horas se vaciaron
en diluvios de fuego envilecido;
un aire denso con olor a alevosía,
mostró su lava ardiente, y un odio perturbado
emergió desde el fondo de la pérfida crueldad.
Blandía su guadaña una atmósfera pesada,
queriendo cercenar el destello luminoso
que clamaba el derecho a la ternura solidaria,
una riada insumisa en aluviones,
se disponía otra vez a ganar calles y plazas.
La alegre marejada en movimiento,
las mantas libertarias al viento tremolaba,
a fuerza de consignas crecía la protesta:
«No que no si que si ya volvimos a salir»
«Democracia sí sin charrismo sindical»
«Autonomía ya»
«Fuera la burguesía y su reforma educativa»
«Presos políticos libertad»
Todo era fiesta juvenil gozosa,
la manifestación de rebeldía con causa.
Pero de pronto se dispersó la algarabía,
al acecho, emboscadas, las varas de bambú,
y el sicariato ruin
hizo rugir obscena la metralla;
la muselina de las nubes
cubrió el crepúsculo escarlata,
fosforeciendo en rojo la México-Tacuba;
estupor con los golpes y el sadismo,
crepitación de insania;
agrietada quedó la ‘apertura democrática»
Se consumó la atrocidad,
desde el poder, tajantes eran los mandatos:
Impedir el fulgor de las revueltas,
pero jamás lo ha conseguido;
las rebeliones siguen, siguen, siguen,
no fue inútil la sangre derramada,
abonó el suelo de futuras insurgencias;
nuevos brotes dará la primavera,
que habrán de renacer de las cenizas,
por eso el 10 de junio no se olvida.