Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)
En la toma de decisiones políticas en materia educativa, como en las demás dimensiones relevantes de la vida social, es crucial esclarecer cuál es la cuestión que requiere ser atendida. Esto sería obvio a no ser porque, en muchas ocasiones, las acciones que se emprenden se orientan a modificar los síntomas del problema, dejando intacto el entuerto. Y esto, lejos de resolver el conflicto, suele agravarlo. Es semejante a quien cree que, al provocar la reducción de la temperatura de un paciente, la enfermedad que produjo su alza desaparece.
Esto puede pasar, por ejemplo, en el asunto de la demanda por ingresar al nivel medio superior en la Zona Metropolitana de la Ciudad de México. Cientos de miles de egresados de la secundaria —todos ellos con el certificado que acredita haberla cursado de manera satisfactoria— quieren continuar sus estudios. Tienen derecho. La oferta de espacios, sumando todos los lugares disponibles en la demarcación, es, digamos, suficiente. Si no intervinieran otras variables relevantes, la estrategia más adecuada sería elegir algún plantel que esté en las cercanías de la vivienda, o del sitio desde el que se desplazará a la escuela si es distinto.
El problema surge porque si bien —concedamos— hay tantos lugares como aspirantes, la oferta está sesgada: hay condiciones de estudio y, sobre todo, de obtención de garantías de futuro académico incomparables. En otras palabras, la desigualdad en las opciones es aguda. Resulta lógico, entonces, que una inmensa mayoría, junto con sus familias, apueste por las escuelas que brindan pasaportes y visa al nivel superior luego de tres años, y no a las que carecen de esa facultad. La demanda se concentra en ellas, y es razonable que así suceda, pero hay un lío: tienen cupo limitado y considerablemente menor a las solicitudes. Es un conflicto conocido: bienes escasos y posibles usuarios, acreditados, abundantes.
¿Qué hacer? Se ha optado por aplicar un examen para otorgar cabida a quienes tengan más aciertos, arguyendo que por ser un instrumento que mide conocimientos, tendrán acceso los que hayan estudiado más. Hay igualdad de oportunidades, pues el examen es para todas y todos, de tal manera que se distribuye el bien escaso con base en el mérito reflejado en el resultado obtenido. Este razonamiento legitima la asignación: “depende de ti, de tu esfuerzo: échale ganas”. Sabemos que no es así, pues las condiciones de origen social y trayecto educativo previo no son semejantes.
En este momento es cuando urge aclarar el problema real: el examen estandarizado es una pésima solución, mas la cuestión de fondo es la diferencia de condiciones sociales y escolares previas, atadas a la inequidad de las opciones y la escasez de sitios en las más atractivas. Si no se atiende a la causa, un decreto que elimine al examen creyendo que así, y sin nada más, se resuelve el problema, es un yerro, y no porque el examen sea bueno, ni equitativo ni nada, sino porque tenía razón Malatesta: “sólo se destruye lo que se sustituye”.
Amanece. Ya no hay examen. ¡Enhorabuena! Pero, mire, el dinosaurio aún está aquí. ¿Cuál será el sistema alterno para asignar opciones radicalmente distintas en condiciones previas de injusticia honda? Contar con una respuesta a esta interrogante es imprescindible si de responsabilidad política se trata. Y ante un problema añejo y de esta magnitud, lo que se requiere, entre otras cosas, son tiempo y prudencia. ¿Habrá cautela o estruendo? Pronto lo veremos.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México