Por: Profr. José Luis Fernández Madrid
Al suscitarse un evento de irreparable pérdida que tristemente involucra a algún amigo, conocido o compañero, sin duda, el dolor compartido obliga a su acompañamiento.
Pasar del plano terrenal a uno divino es motivo suficiente para entender la fragilidad y vulnerabilidad en la cual nos encontramos y que la vida está hecha de instantes, solo instantes.
Cuando el dolor nos une se dejan de lado las coyunturales desaveniencias, las puntos de vista divergentes, las formas distintas de comprender el entorno o la dinámica social; se dejan de visualizar los encargos, los títulos o nombramientos de las personas para comenzar a observar al humano.
Porque en un tragedia inconmensurable como es la partida de un ser querido al espacio astral no caben los ocasionales opiniones diferentes, las disputas políticas, las efímeras rivalidades, pues no hay agravio que no soporte la empatía, la solidaridad o la humildad para brindar el abrazo sincero o las palabras de aliento que procuren reconfortar un alma herida.
Sentirnos humanos es lo que provocará darnos cuenta de nuestras propias debilidades y fortalezas; cuando el dolor nos une, los valores y sentimientos, quizá escondidos, emergen en momentos difíciles de nuestros semejantes.
Con profundo pesar, el maestro Ever Avitia Estrada ha sufrido lo que a nadie se le desea, le acompañamos en su pena, y no, nadie ve al ex secretario general de un sindicato o al ex funcionario de educación, vemos a un padre de familia que al cielo eleva sus plegarias para que su ser amado sea recibido.
Y esas oraciones van acompañadas de otras tantas más de mucha gente de buena voluntad; porque sí, el dolor nos une, no puede y no debe ser de otra forma.