Por: Manuel Gil Antón
Un balance de la actividad educativa sin atender al trancazo social de la pandemia, y la forma de enfrentarlo por parte de las autoridades, sería inaceptable. Desde la creación de la SEP en 1920, la emergencia sanitaria que vivimos es el fenómeno que más ha impactado a la educación en México.
Entre marzo de 2020 y agosto del 21, el cierre de todos los planteles educativos fue inédito. El cese de las actividades presenciales, para reducir la movilidad que implican los traslados de 33 millones de estudiantes (del prescolar al posgrado), a los que se suman más de dos millones de maestras y maestros a los 260 mil espacios educativos con los que contamos fue, literalmente, un choque frontal, sin frenos disponibles, ante ese factor que siempre acompaña a la vida personal y social: lo inesperado.
El ciclo escolar 2019-2020 se interrumpe luego del receso por Semana Santa; el 2020-2021 se desarrolla con las escuelas cerradas, y se inicia la apertura gradual e irregular en el correspondiente a 2021-2022. Quizá se pueda fechar un retorno generalizado a la actividad cara a cara hasta el comienzo de 2022. Las cifras oficiales señalan que el confinamiento duró 250 días laborables. Para cientos de miles fue aún mayor.
Si bien el acontecimiento era imprevisible —y resulta insoslayable su impacto negativo diferenciado en su magnitud al montarse sobre un sistema agudamente desigual—, es interesante observar cómo se atendió. Es falso que echó mano de la Educación a Distancia, pues este tipo de procesos tiene una base pedagógica y de infraestructura no disponibles. En realidad, se generaron, sobre la marcha, formas de Educación Remota de Emergencia. No es lo mismo. Y no había más cera que la que arde.
Lo que sí pudo variar fue el modelo que se decidió tomar: la encrucijada en ese momento era, por un lado, el intento de continuar, en todo el país, con los procesos escolares “desde lejos” sin modificar los planes de estudio o, por el otro, generar estrategias educativas adecuadas a las circunstancias, sí, pero dejando en manos del magisterio la facultad de idear alternativas adecuadas a los diversos entornos y contextos, para que el vínculo pedagógico siguiera en curso sin apego, era imposible, a lo que se haría sin la presencia del COVID.
El temor a perder el control del sistema condujo, en toda la educación básica, al empleo de la forma más accesible para transmitir información —por la tele para simular sesiones de “clases”— y cumplir con lo previsto a pesar de la crisis. En ese momento, y no desde la ventaja de la perspectiva actual, la estrategia de reproducción artificial de la modalidad escolar —el Aprende en Casa— se impuso a las propuestas de diseñar modos distintos para sostener el aprendizaje de lo fundamental (por ejemplo, con series de lecturas adecuadas a cada nivel).
Así fue, y no de otra manera: se reiteró el centralismo de siempre y la escuela se coló a las casas. No había solución perfecta y el esfuerzo fue notable, pero el Ogro Pedagógico tradicional que habita en la SEP, y su añeja inercia, se resistió a la innovación y desconfió de la versatilidad creativa de las y los maestros. A pesar de ello, surgieron múltiples iniciativas locales que sería muy valioso recuperar, antes que pasen al olvido.
El saldo en cuanto al aprendizaje formal y el ámbito emocional, no se ha realizado, aunque no fue menor o intrascendente. No se organizaron formas de restañar, en lo posible, los daños producidos: urgía el retorno a la paradójica ¿nueva? normalidad.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
@ManuelGilAnton