Por: Lic. Maclovio Murillo
En nuestro País, todavía hoy en pleno siglo XXI, en el que el respeto a los derechos humanos se ha visto evidentemente fortalecido y potenciado por las reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 2011, inexplicablemente y sin utilidad práctica alguna se utiliza como una reminiscencia del pasado, sobre todo en la redacción de documentos oficiales y ni se diga en los dirigidos a las diversas autoridades, el anteponer a la profesión, nombre y cargo de los funcionarios públicos respectivos, el término ”ciudadano”, o “ciudadana, según sea el caso.
Vemos frases como las siguientes:
a).- El ciudadano licenciado AMLO, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.
b.- El Ciudadano licenciado XYZ, Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
c).- La ciudadana licenciada AZY, Presidenta del Tribunal Superior de Justicia.
d).- El ciudadano ZCR, Diputado del Congreso del Estado.
e).- La ciudadana licenciada BTT, Juez de Control.
Para muchos es obligado o casi obligado el anteponer ese término “ciudadano” o “ciudadana”, a la profesión, nombre y cargo del funcionario público, al grado de que consideran poco respetuoso o de plano una grosería, el no hacerlo.
En la redacción se siguen esas formas y costumbres, sin reflexionar acerca de si realmente son propias o impropias, útiles o inútiles. Al respecto, sería conveniente preguntarnos:
¿Cuál es el origen de esa costumbre?
¿Realmente se justifica actualmente el uso de ese término en la forma mencionada?
Desde mi particular visión, procedo a dar las respuestas a esas interrogantes, del modo siguiente:
En el imperio romano, se identificaba como ciudadanos a las personas libres que eran sujetos de derechos y obligaciones. Mientras que los esclavos o extranjeros, no eran ciudadanos porque no tenían reconocidos derechos y se les impedía obviamente participar en lo asuntos públicos, como por ejemplo, tener cargos en la administración, alguna magistratura o en el senado.
Es por eso que se hacía la oportuna distinción entre ciudadanos y no ciudadanos. Y esa distinción, reafirmaba que el portador de la misma, era más que los no ciudadanos, con independencia que ambos, hubieren nacido en el territorio del imperio y contaren con la mayoría de edad.
Después de la revolución francesa, al emitirse la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en 1789, se reconoció que todos los hombres nacían libres e iguales, principio este que fue recogido por nuestra Constitución de 1824 y luego en la vigente de 1917.
En esas condiciones, hoy por hoy resulta realmente impropio, innecesario y hasta cómico, que en nuestro País se siga anteponiendo la palabra “ciudadano” o “ciudadana”, a la profesión, nombre y cargo de los funcionarios públicos, porque actualmente es más que obvio que la distinción es ya impertinente debido a que sin duda, quienes tienen esa calidad en el servicio público, necesariamente deben ser mayores de dieciocho años y encontrarse en uso pleno de sus derechos, mientras que los no ciudadanos, como pueden ser los menores de dieciocho años y los extranjeros, están impedidos legalmente y por tanto son excluidos para acceder a los diversos cargos públicos.
Sería bueno emprender una cruzada contra el absurdo e inútil uso de esa palabra en los términos anotados.
¡Así, es cuanto!