Por: Rosalío Morales Vargas
Apiñada existía una ciudad
a orillas del añil Mediterráneo
y envuelta en las doradas arenas del desierto.
A pesar de tensiones continuadas,
las niñas y los niños jugaban en sus calles;
víctimas inocentes son ahora,
ya no comen sus dulces de dátiles y uvas
que pródiga su tierra proveía;
los ha martirizado un genocidio.
Ignominiosas nubes de avispas incendiarias,
al vecindario impunes arrasaron
con proyectiles de desprecio y odio,
calcinado olivos y palmeras;
escuelas y edificios derruidos,
hoy yacen sepultados bajo escombros.
Los tanques escupieron muerte;
la ciudad devastada por tétricos obuses
ha resistido herida tras herida.
No queda algo en pie
salvo un sueño lejano e inmarchitas rebeldías,
y una clara memoria incisiva y obstinada
horadando insterticios de mutismo.
Entre la lucha, el sacrificio y la esperanza,
arde una hoguera de flama inclaudicable
y en esta languidez de otoño triste,
la población que hoy luce destruida,
se alzará indomable entre las ruinas
y con el ánimo tenaz del Ave Fénix,
habrá de renacer de las cenizas.