Por: Profr. José Luis Fernández Madrid
La lealtad se manifiesta de manera sencilla e inequívoca: siendo congruente en presencia y en ausencia.
Ser leales es demostrar los principios y la filosofía hacia quien es merecedor o merecedora de dicho valor. Cuando se es leal a las personas, con seguridad el impacto trasciende los niveles de amistad, pero cuando se es a las instituciones, éstas se fortalecen.
Y no se trata de estar de acuerdo con las desiciones o determinaciones de quien temporalmente encabece las organizaciones, ser leal con uno mismo y con ellas, es tener la valentía y fortaleza para proponer, sugerir o criticar positivamente en aras de mejorar los procesos, acciones o actividades esperando que se demuestren receptivos.
Ser leal a las instituciones implica además, exponerse a ser sujetos de juicios de valor al no tener, algunos, la capacidad de discernir que se trata de defender y proteger a los colectivos y no necesariente al dirigente en turno o a quienes eventualmente las encabezan.
«Lealtades» por conveniencia o de ocasión se dan, existen y son las que desafortunadamente pervierten el concepto al interpretarlo como defensa a ultranza para obtener beneficios particulares o como pago por ellos.
La incapacidad, real o ficticia, de no saber distinguir que la buena marcha de las instituciones depende en gran medida de la lealtad a ellas por parte de sus integrantes, porque motivados por otros fines, suele ser motivo de disputas, intercambios verbales no gratos o hasta de diferendos irreconciliables.
Poner en práctica el arte de la escucha activa, de la recepción asertiva de ideas y la empatía por parte de los responsables de dirigirlas, generará la sinergia que unifique los caminos, que evite su bifurcación y con ello, el logro de los propósitos.