Por: Rosalío Morales Vargas
El hongo radiactivo escupió muerte.
Relámpagos atroces de crueldad
calcinaron la aurora sorprendida;
un resplandor macabro se extendió
sobre el delta del río y la ensenada,
en fracción de segundos retraídos,
una ígnea tormenta roja y gris violeta,
descendió cual saeta ignominiosa de sadismo,
en la aciaga mañana del lunes 6 de agosto
de aquel 45 ya remoto.
Decidido el ataque por Harry S. Truman,
el halcón carnicero de la Casa Blanca;
pactaron torvas la codicia y las insanias,
con la ciencia al servicio del oprobio,
para procrear cacharros de exterminio colectivo
y encender la ansiedad supremacista,
a costa del pavor aterido y somnoliento
de una humanidad perpleja y azorada.
El cruel expansionismo empedernido
desplegaba sus alas de cuervo furibundo.
Rasguñando los pliegues matinales,
agazapado entre plomizas nubes,
un funesto aeroplano había merodeando en Hiroshima,
llevando en sus alforjas una bomba
cargada con uranio, odio y virulencia,
a fin de restregarle al sol su muina y sus enojos.
El tronante rugido del Enola Gay cimbró los vientos
y lanzó su furtivo embalaje lapidario.
El tórrido aluvión de ceniza incandescente
se desprendió del núcleo incontrolado del encono.
Un avispón plateado retornó
jubiloso a su base en Las Marianas;
había cumplido su misión devastadora,
dejando sin aliento una ciudad carbonizada.
El mutismo enlutado apersogó otros silencios,
los del mundo pasmado carcomido de impotencia
y la mutilación del alma estupefacta.
Mientras en Hiroshima se amotinaban las pavesas,
del otro lado del planeta hacían brindis:
Tres días después tocaba su turno a Nagasaki.