Por: Rosalío Morales Vargas
Miran devastación los ojos de los niños
en la invadida Gaza bajo asedio,
el hirsuto tropel del desamparo
colorea de tragedia la franja atribulada,
y el miedo contenido entre sollozos
reverbera en oleadas de infortunio.
La pólvora agresiva escupe muerte
sobre los campamentos atestados,
y enfebrecidas hambre y sed van a galope,
lacerando los cuerpos macilentos.
Penetra la desolación entre las ruinas,
entretejida con espasmos de dolor y llanto.
Las niñas y mujeres son blancos atacables
del salvajismo atrabiliario e inhumano,
y en la actual escalada sanguinaria
se conjuntan crueldad y desmesura.
Una mortaja lóbrega cubre a Palestina,
es el sudario fúnebre enhebrado por las bombas.
No empezó la masacre en el postrer otoño,
por décadas se viene desgarrando al pueblo
de gráciles palmeras y olivos orgullosos;
la fiebre genocida del sionismo
llegó para expulsar de sus hogares
a moradores ancestrales de estas tierras.
No hemos podido contener la furia
de las hordas fascistas criminales,
tal vez como indolente humanidad hemos fallado
y se angosten los tiempos del viraje.
¿Habrá una ardiente antorcha que en uno de estos días
pudiera iluminar la conciencia de los hombres
para dejar atrás la noche cavernosa?
Sin duda soplará un viento refrescante que sacuda
las oscuras cenizas del mundo consternado,
para que los ojitos de los niños aprecien la belleza,
se llenen ternura y de alegría se desborden
cuando a la sordidez nocturna suceda la alborada.