Por: Rosalío Morales Vargas
Bajaba el sol. La muselina de las nubes
se teñía de un magenta iridiscente,
y en el tumulto de la tarde alborozada,
ominosa acechaba la tragedia.
Presagiantes las luces de bengala
enviaron la señal para el artero ataque;
el mordiente sabor de la perfidia
aprisionó a la multitud pasmada
en el cerco asediado de la plaza.
La ira ciega se extravió en su podredumbre,
las manos asesinas impelidas por el odio,
arremetieron sin piedad alguna
contra los pechos juveniles pletóricos de brío,
pretendiendo acallar una osadía
que enarbolaba el derecho a la protesta.
El penetrante hedor de las fieras represoras
y las descargas mercenarias del ultraje
dejaron la explanada en fúnebre atavío,
inundada de sangre las baldosas,
y emitiendo al silencio de la noche
emanaciones de soledad y pesadumbre.
Meses antes había cundido el descontento estudiantil,
cabalgando en vehemente rebeldía,
con orlas de una hermosa insurrección pacífica
que bailaba y cantaba.
La poesía y la música salieron a la escena
y tomaron las calles por asalto
con misiles de acordes y de versos.
Al día siguiente de la infamia,
los torvos criminales ebrios de arrogancia,
su felonía y ruindad celebraron en Palacio.
¡Se salvó la República! decían enfebrecidos,
aplacamos a un pequeño grupo
de afines al motín y la revuelta.
Sobre la represión sin inmutarse, repetían,
«aquí y ahora no ha pasado nada».