Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)
Todo texto sólo existe cuando alguien nos lee. Antes de la generosidad de quienes apartan un tiempo de su vida para considerar lo que redactamos, el escrito —a mi juicio— está incompleto. Y si además de leerlo suscita una respuesta, la razón de ser de las palabras que hemos unido en procura de expresar un argumento se enriquece.
Soy alumno del profesor Noel García, quien durante 36 años trabajó como profesor al ras del aula en varias escuelas de Chihuahua. Junto con otras y otros colegas de esos y distintos lares, que trabajan en la escuela básica y reflexionan sobre su quehacer, he tenido la oportunidad de abrir las consideraciones de los textos académicos al impacto de la experiencia pedagógica cotidiana.
En mi colaboración pasada expresé mi acuerdo con la idea de que es necesario hacer posible, para toda niña y niño en el país, el pasaje de aprender a leer, para luego leer para aprender. Días después recibí una respuesta de Noel que, considero, es crucial en aras de romper con la idea de que una actividad va primero y la otra después. Estas fueron sus palabras:
“Hola, Manuel, Me ha traído pensativo la propuesta que compartes del Maestro Martínez Rizo. En mi visión de las cosas, es difícil aprender a leer sin un propósito que trascienda el acto de «aprender a leer». Entiendo el punto de la propuesta en el sentido de que debemos abandonar el afán de que los niños aprendan un alud de cosas desde muy pequeños; por principio de cuentas, porque la mayoría de las veces ese aprendizaje no es tal.
Sin embargo, hay acontecimientos y fenómenos naturales y sociales, relevantes para sus necesidades, su curiosidad e imaginación tempranas, que devienen verdaderos motivos/desafíos para desentrañar un texto de cualquier tipo —el propio fenómeno puede ser el texto— que los desvele.
En mi opinión, debemos tener cuidado con los aprendizajes que les proponemos o les imponemos a las niñas y niños: ¿qué tanto conectan con su curiosidad y su mundo de vida?
Creo, luego de tantos años de trabajo, que “aprendemos a leer mientras leemos para aprender”. Ambos fenómenos ocurren de forma simultánea, se influyen recíprocamente y nunca terminan, como dos espirales ascendentes que se entrecruzan y retroalimentan.
La verdad es que no hemos sido muy buenos, que digamos, para propiciar que haya una buena proporción de personas lectoras, capaces de aprender por su cuenta. Lo que te comparto lo creo de verdad, aunque no pueda presumir que haya tenido éxito. Cuando uso el plural me refiero a ese cuerpo enorme, policromático y medio anónimo llamado magisterio, del que soy parte”.
Dice el dicho que “no hables si lo que vas a decir no es más bello que el silencio”. Luego de transcribir su parecer, creo que no hay nada más que escribir pues lo que añadiera no sería más claro, hondo y honrado que sus consideraciones.
¿Habrá, de parte de quienes aspiran a gobernar al país —lo cual incluye un proyecto educativo— capacidad de escuchar lo que Noel, y tantos y tantas maestras, expresan de clara manera? ¿Habrá un gobierno que deje de dictar desde el Olimpo de su soberbia, donde habita el Ogro Pedagógico, lo que se habrá de hacer, y guarde silencio para oír a sectores amplios del magisterio, que no son títeres que se mueven merced a los hilos de una mano que ignora la complejidad del trabajo de las maestras y profesores del país?
Escribir es aprender. Escuchar es una condición para comprender lo que sucede. Callar es necesario ante tanta perorata, discurso vano y promesas huecas. Gracias, Noel.