Por: Rosalío Morales Vargas
Se asomaba a lo lejos. Como funesto augurio
un brote gris en la vastedad del horizonte.
Era un avión de signo ominoso
presto a lanzar su carga abominable
bajo el brumoso cielo de Hiroshima.
Y la mañana bulliciosa de domingo
se convirtió en paraje de ruinas y silencio.
No había necesidad de tan artero ataque,
ya todo estaba decidido,
se decantaba la balanza
hacia el final de la contienda.
Little Boy sólo fue
el pregón del horror, la estulticia y la crueldad.
6 de agosto, en medio del verano
se entumeció la vida que ahí estaba,
ahora sólo escombros
vibran entre tinieblas y murmullos;
en bandadas el miedo atenaza
la lucidez atónita del humano pasmo.
Al lívido recuerdo de aquel día,
un temblor trepidante sacude las conciencias,
la avidez homicida nos recuerda
que la voracidad de la orgía guerrerista,
aún persiste en mentes proclives al dominio,
y conmina a encontrar senderos de concordia
en las llanuras áridas e infames.
Los incipientes pasos que emprende el alma humana
a fin de desterrar las violencias galopantes,
pasa por entender las otredades
como haces de luz que complementan
los impacientes soliloquios,
en las inciertas madrugadas del insomnio.
Las decenas de miles de víctimas exigen,
que el amago del holocausto atómico se inhiba,
ya no queremos más los potros alados de la muerte,
porque la brasa de Hiroshima sigue viva,
como ascua quemante en la memoria.
Que el infierno nuclear de Enola Gay
nos impulse a gritar ¡ No a las Guerras!