Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)
Hay una constante cuando se trata de los asuntos que atañen a la educación en el país y las modificaciones que las autoridades en turno disponen realizar: no sabemos lo que piensan, porque no hemos hallado el modo de incluirlos en las discusiones, a quienes integran el magisterio ni a los y las niñas. Son cruciales para entender las cosas que ocurren en este ámbito, e incluso se podría añadir a las familias y a los distintos tipos de comunidades o espacios sociales de referencia en que están situadas las escuelas.
Toman la palabra —con todo derecho, sin duda— grupos de la academia; organizaciones interesadas en la acción educativa, con diferentes grados de legitimidad en cuanto a quienes afirman representar; las autoridades; coautores, convencidos, de las propuestas; personas diversas con espacio en los medios de comunicación que, desde la perspectiva del conocimiento profundo de los temas, o a partir de juicios poco informados, expresan con mayor o menor estridencia sus pareceres, fincados a veces, o casi nada en otras, en el análisis cuidadoso de las dimensiones jurídicas, pedagógicas y políticas que toda reforma implica.
En general, resulta de ello un enorme barullo, y en otros casos (los menos frecuentes) posiciones claras de parte de los distintos actores, aunque —es imprescindible reconocer— sin que suela haber disposición ni espacios acordados con inteligencia y apertura para al diálogo. Predomina la denuncia polarizada: todo está bien y cualquier crítica está orientada por intereses afectados o posiciones retrógradas, o su contrario, todo es un desastre derivado de intereses espurios al campo del aprendizaje.
Si nos preguntamos qué opinan o cómo están viviendo las reformas los dos actores más importantes en estas lides: las y los maestros y las personas integrantes de sus grupos en las aulas, tendemos, a veces, a decir, en cuanto a los primeros: “las y los maestros piensan, sienten, dicen…” (con una soltura en la extrapolación infundada que da miedo) pero sin más evidencia que nuestra imaginación, lo que nos cuentan docentes con los que tenemos contacto, o en los testimonios, válidos pero insuficientes, de quienes, a la vez, están en el aula y escriben en algún medio. Y con respecto a las y los niños, un profundo y significativo silencio. ¿Cómo viven la experiencia escolar, en la diversidad y desigualdad de condiciones en que se ubican? ¿Les gustaría que las cosas cambiaran? ¿Alguien —de cualquier bando— les ha hecho al menos una pregunta? Creo que no, y es una ausencia en el diálogo, si es que se puede llamar así a lo que estamos viviendo, inmensa.
Señalar esta carencia no está mal, creo, pero al mismo tiempo es necesario reconocer que obtener información confiable al respecto no es fácil. Hacer una buena muestra del personal docente con un cuestionario bien pensado, o un sistema semejante para el alumnado, por ejemplo, es una cuestión que tiene gran complejidad para que sus resultados puedan ser tomados en cuenta, por todos los interesados, como un elemento sin el cual a la discusión sobre el tema le falta una dimensión esencial.
Propongo que, con la asesoría específica de expertos en el campo educativo y en la realización de estudios a esta escala, se solicite al INEGI la organización de esta consulta pues los hallazgos tendrían validez y confiabilidad para quienes ahora debaten: en sus argumentos los tendrían que incluir, ya sea para ahondar en sus posiciones o para matizarlas. Ojalá fuese posible algo así: hace falta. Urge.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México