Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)
No. Es una estupidez. Empleo esa palabra lo más lejos de un insulto. La uso en el sentido preciso que indica la Real Academia Española. Se trata, dice el tumbaburros, de una “enorme torpeza en comprender las cosas”.
Quien afirme que la tarea docente la puede realizar (bien) cualquiera, sin contar con una preparación profesional de alto nivel, lo que enuncia sólo anuncia su ignorancia. Pocas frases han hecho tanto daño.
No la acuñó –pues la frivolidad inculta en estas cuestiones procede de larga data, lo cual lo reduce a simple eco de una falacia – pero fue reiterada por el entonces Secretario de Educación Aurelio Nuño, en el sexenio del Pacto por México (2012-2018) cuando hubo, sin duda, absoluta aplanadora en el legislativo (el PRI, PAN, PRD y pandillas menores, votaron en automático, sin leer ni un párrafo de las así llamadas Reformas Estructurales) y, además, el ejecutivo tenía el control total de la Suprema Corte de Justicia. Es una pena: la memoria no es moneda de curso legal en el país.
A veces añadía a esa frase, por errada precaución que lo hundía más en la falta de comprensión de los asuntos educativos, que así era “… si se aprobaba el examen del INEE”. ¡Válgame!
Se ha reiterado que es necesario “revalorizar” (¿revalorar?) la figura del magisterio, pues la reforma anterior se fincó en su desacreditación generalizada por todos los medios y con todos los recursos al alcance de las élites empresariales y políticas, a los que ofendió que las y los profesores mexicanos no tuviesen pinta de finlandeses.
¿Se ha conseguido, acaso? En la letra de la ley se le ensalza; en los discursos del próximo lunes 15 de mayo sobrarán los elogios y lugares comunes, pero creo que el asunto de calibrar, en su justa medida, la importancia de la docencia en nuestra sociedad está muy lejos de suceder.
¿Por qué? Propongo una hipótesis: la enseñanza tiene mala prensa por desconocimiento a secas. No es infrecuente escuchar la sentencia que afirma que “el que sabe, hace, y el que no sabe, enseña”. Dedicarse a ese oficio es signo de fracaso en el campo profesional e, incluso, realizar estudios superiores en una escuela Normal significa, para una gran cantidad de personas, el último remedio frente a la imposibilidad de acceder a una universidad.
En el fondo, no se puede valorar al magisterio si su tarea no tiene densidad intelectual, complejidad en la formación que conduce a ella y el dominio de aptitudes reflexivas de hondo calado. Es la incomprensión de lo que implica ser docente como una profesión de alto nivel la que subyace a su menosprecio social, tratándose de los y las maestras en la educación básica, o en los niveles superiores. En este segundo caso, si alguien sólo “da clases” y no investiga, pertenece al clero bajo, ajeno a los salones donde se desplaza la soberbia intelectual.
En realidad, el que sabe, hace; y el que enseña, es el que comprende las razones por las que el que hace, hace lo que hace. Por eso, si se trata de una docencia en serio, el trabajo es generar ambientes de aprendizaje para que sea posible, en esas condiciones, que el aprendiz interiorice —haga suya— la lógica de la explicación de los procesos del mundo. Y lograrlo requiere sapiencia.
Así concebida, la docencia es vital para la conformación del conocimiento autónomo y crítico. El día que, como país, entendamos la relevancia de este oficio, no habrá necesidad del día del maestro y la maestra. Hoy es una efeméride hueca, llena de lugares comunes, derivada de nuestra estupidez.