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Familia, comunidad y escuela

Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)

Nacemos en una familia. A pesar de su diversidad, tienen rasgos comunes y las relaciones que se establecen descansan en vínculos ligados al parentesco y el afecto. El ejercicio del poder, la división del trabajo o los valores a respetar —a guisa de ejemplo— provienen de códigos fijados antaño, entrelazados con otras adscripciones. Salvo que incurran en prácticas lesivas a los derechos humanos, se regulan en el ámbito de la vida privada sin injerencia del poder público.

Del mismo modo, con gradientes de variación también considerables, mantenemos lazos comunitarios con otras personas que, sin ser familia, comparten normas y patrones de conducta derivados de ciertos usos y costumbres. Sus límites físicos y simbólicos son diferentes: puede ser el caso de una relación comunal localizada en un territorio en el que, además, hay una visión del pasado semejante, una lengua propia y alguna identidad étnica específica, o el que se finca en creencias similares, sin cercanía física, como en la convergencia en alguna afiliación religiosa, así como el que ocurre por la contigüidad de viviendas (barrio, cuadra o colonia en las ciudades) sin dejar de lado, en este listado incompleto, a las que surgen de la coincidencia en zonas laborales, sitios de estudio, formas de esparcimiento o redes de amistad. En este tipo de asociaciones, tienen cabida formas pautadas de actuar que, de nuevo, sin infringir leyes generales, son diferentes y tampoco están sujetas a una reglamentación establecida por las autoridades administrativas. 

No ocurre lo mismo cuando, en las sociedades modernas, vamos a la escuela. La educación básica, como bien público, ya sea impartida por el Estado o por particulares a los que se autoriza y supervisa, así como la que tiene estatus de obligatoria en su provisión por los gobiernos, está regulada por principios generales, valores escritos en las constituciones nacionales, que no son optativos ni pueden variar en relación con creencias religiosas, patrones familiares ni costumbres que los contradigan.

En México, afirma el artículo 3º., “corresponde al Estado la rectoría de la educación”, y la que imparta —además de obligatoria—será “universal, inclusiva, gratuita y laica”. Se basará en “el respeto irrestricto de la dignidad de las personas, con un enfoque de derechos humanos y de igualdad sustantiva”. Tendrá, entre otras características, “perspectiva de género”. ¿Qué criterio orientará a la educación? “Se basará en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios” y promoverá la democracia no solo como un modo de gobierno, sino como forma de vida.  

Por ende, la escuela mexicana no aceptará ni promoverá valores familiares, comunitarios o religiosos contrarios a los que se enuncian, ni los malos usos y peores costumbres (como la misoginia, la homofobia, el racismo  o el clasismo) que perviven, con frecuencia, en esas redes sociales, aunque sí estará atenta, y ha de retomar, el saber tradicional convergente con sus fines expresos para ampliar los espacios de libertad y crítica, el ejercicio de derechos y cumplimiento de obligaciones que son comunes a quienes habitamos el país y se enriquecen con su diversidad cultural.

El marco curricular, los planes y programas de estudio y la práctica cotidiana, han de respetarlos: son imperativos. Las escuelas, como instituciones públicas, orientarán sus actividades en el marco de la Constitución: ahí residen sus fundamentos. 

mgil@colmex.mx

@ManuelGilAnton

 

    

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