Por: Rosalío Morales Vargas
Noviembre en ciernes. Un airecillo taciturno
se cuela hasta los huesos, hasta el alma;
se puede respirar en el ambiente
una tenue fragancia
de melancólica tristeza
que en languidez estalla,
vestida de azafrán y pétalos bruñidos,
corolas que en tumulto se agigantan.
Las veinte flores, cempoalxóchitl, cempasúchil,
al sol fulguran con su ámbar,
relucen con el viento del otoño,
en armónica danza,
con su tropel de luz y de color
en una barahunda llamando a la nostalgia.
Estos bellos capullos nos recuerdan
que la vida es un viaje efímero y se marcha,
y expiran en la ofrenda a Cihualcóatl
las diferencias de sociedades fragmentadas;
es bálsamo a la angustia de la gente
el don de la recolectora de ánimas,
porque se emprende desde altares de silencio
el sinuoso camino hacia la nada;
no importa engreimiento ni caudales,
la flor de cempoalxóchitl nos iguala.
Pero el tono sombrío sufre un vuelco
con la festiva tradición tan mexicana,
ya se acerca el día de los difuntos
que lanzan un adiós y hasta pronto a la distancia.