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Por: Rosalío Morales Vargas

Rojo el ocaso. Un presentimiento
izaba su revoloteo alevoso
desde el fondo bullente de la plaza;
hálitos de zozobra crepitaron
en las brumas difusas del incipiente otoño.
Sórdida se larvaba la perfidia
para asfixiar la dignidad y sofocar en sangre
la insumisión rebelde amotinada.

10 senanas atrás
se articuló en los goznes de alborozos juveniles
una gran epopeya de enfado ante lo injusto,
una diatriba a los excesos del poder,
un golpe a las inercias vergonzantes,
un perseguir vehemente a la utopía,
un asedio al alcázar
de la abyección y el servilismo.

Creció como la espuma un sentimiento
de libertad, justicia y democracia
en brigadas de acción pundonorosa;
estudiantes fundidos con el pueblo,
las mujeres saltando a la palestra
desbaratando ceremonias patriarcales;
el miedo se acendró en vitriólicos magnates
que tejieron un manto de azotes y violencia.

Pero no pudo la asesina furia
aprisionar la ráfaga de viento libertario
que con algarabía miraba hacia el futuro;
no pueden y no podrán
frenar la indignación a la vileza,
a las felonas señas del desprecio;
por eso trascendiendo a la tragedia
Tlatelolco persiste en la memoria.

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