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Tenochtitlán: 500 años

Por: Rosalío Morales Vargas

Moría la tarde. Una densa lluvia
envolvió al viejo lago y sus islotes,
se había teñido en rojo el zafiro de sus aguas;
era agosto, expiraba el martes 13
de aquel ye calli de 1521.

En impúdico abrazo
la ambición, la perfidia y la vileza
rodearon la canoa de Cuauhtémoc,
aprisionando al manantial de valentía y ejemplo,
al símbolo de la dignidad y del decoro.
Con eso terminaba el cruel asedio
a la hermosa y amada Tenochtitlan.

Tres lunas contemplaron la barbarie,
las casas calcinadas, violadas las mujeres,
el expolio situado en el cenit del desenfreno,
robados oro y jade,
las mantas coloridas, los granos de cacao;
con furia arremetieron espada y bergantines,
cañones, arcabuces y ballestas en sanguinaria procesión
queriendo aniquilar la identidad de un pueblo.

Tenochtitlan cayó con lucha y bizarría,
hasta la extenuación salió en defensa
de su pasado y su presente,
contendiendo en canales y calzadas,
desde las azoteas y por los puentes,
acudiendo al llamado
del caracol del tlacatecutli y huey tlatoani.

Sólo el agotamiento por el hambre
y el vértigo de males nunca vistos,
hizo languidecer de trecho en trecho
los gritos a la lid, los ruidos de atabales,
menguaron en su afán chimales y macanas;
se tatuó en magenta el valle cristalino,
sus alas fúnebres las sombras agitaron.

Pero no murió el sol porque el México profundo
está presente en cada lucha, en cada rebeldía,
tras el naufragio temporal y en vigilia pernanente,
se escucha el eco pertinaz y libertario
del caracol tronante de Cuauhtémoc,
que nos convoca a continuar en el combate.

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