Alma

Por: Profr. Manuel Arias Delgado

Este miércoles 23 de septiembre, coincidimos en nuestra oficina ya casi a mediodía y nos ocupamos de inmediato a desahogar los asuntos de la pesada agenda, propia de SEECH, de todos los días.

Y sin intención o con ella, no hablamos de aquel desgraciado 23 de septiembre de 1965 en donde murieron hombres valientes e íntegros, entre ellos tu padre, el maestro y médico Pablo Gómez Ramírez.

Hoy te comparto lo que ello significó desde mi observatorio de adolescente, alumno en el internado de la normal rural de Salaices.

En el invierno de 1961-62, se habían remodelado los dormitorios. Las grandes galeras para cincuenta camas, dieron paso a pequeños cubículos para no más de cuatro dobles literas. La banda de guerra ocupó algunos espacios del dormitorio centro-sur. Miguel Quiñones y yo ocupamos la misma litera de uno de esos cubículos, el primero, inmediatamente después de la entrada. Ambos éramos integrantes de esa banda. Ambos éramos corneta.

Él, por derecho de antigüedad, ocupó la cama de abajo. Yo la de arriba.

A partir de ahí, hasta junio de 1963, fue mi tutor. Mi vigilante, el que me dio «carrilla».
– Arriba Arias, ya es hora, toma tu posición. Báñate, alista tus cuadernos, vete a tu salón.

Y por la tarde-noche…
-Haz tu tarea, ponte a leer, regresa a tiempo al dormitorio, duérmete.

Nuestros vecinos del otro cubículo nos lanzaban «ssshhht» para que finalizáramos nuestra conversación. Mis temas eran de Ciencias Naturales, las de Miguel de la problemática social.

Permíteme hacer un paréntesis.

Cuando niño, las vacaciones de verano las pasaba en el rancho de mi abuela Chole. Ahí coincidía con mis primos Rogelio y Humberto. Por la diaria convivencia durante dos meses, nos convertíamos de inmediato en hermanos. Jugábamos, trabajábamos y nos peleábamos todo ese tiempo. Algo semejante pasó con la amistad que creamos Miguel y yo.

Te lo puedo describir física y conductualmente. Era delgado y de estatura regular, su cara era ligeramente alargada; su cabeza grande portaba pelo negro con amplias entradas laterales en su frente. Sus ojos eran grandes y estaban enmarcados por cejas abundantes y bien delineadas; sus pestañas eran rizadas.

Su charla era amena y reflejaba ser producto de muchos libros leídos. Su cultura era basta y la profundidad de sus análisis era evidente en temas sociales.

Su comportamiento hacia los demás era de mucho respeto. Era afable sin llegar a ser cariñoso. Atento al estudio, se dio tiempo de dedicarse al ensayo musical de las marchas de banda. Era sobrio y pulcro en su vestimenta.

Políticamente destacó como dirigente de la sociedad de alumnos y fue integrante del Comité Central de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México.

Después, me tocó convivir con él un poco, cuando la orquesta de Salaices amenizó el baile en la comunidad de Heredia y Anexas, lugar donde hizo su primer año de servicio.

La última vez que lo saludé fue a principios de septiembre de 1965. Él llegó a la escuela y entró por la parte sur del internado, cerca del establo. Yo estaba haciendo escoleta junto a otros compañeros. La tarde estaba fresca y él portaba la chamarra «búlica», aquella misma con que murió ese 23 de septiembre. Cuando vi su fotografía eludí su rostro y clavé mi mirada en esa prenda de vestir inconfundible. En ese momento evoqué muchos recuerdos y lloré al amigo, al hermano, igual que tú lloraste a tu padre pero seguramente con muchísimo más dolor y coraje, sentimientos que iniciaron tu formación de mujer decidida a emprender una trayectoria a favor de muchas mujeres y hombres de tu patria chica. Sentimientos que te empujaron por la difícil senda de las mejores causas.

Ese 23 de septiembre marcó a muchos chihuahuenses, a no pocos mexicanos. Hirió a la causa de los campesinos, a las familias de esos héroes, a tu familia.

Ese 23 de septiembre está en la memoria de muchos de nosotros.

23 de septiembre del 2020.

Con afecto.

Manuel Arias Delgado