Por: Rosalío Morales Vargas
Los esquemas pretéritos en humo se trastocan,
las viejas coordenadas ya no ubican
con precisión las rutas y las naves
que antaño tripulaban las certezas.
Entre las grietas del invierno
surgieron marejadas de zozobra,
el miedo y la ansiedad se amotinaron
en plazoletas de aflicción e incertidumbre.
En impertérrito ostracismo
de cautiverio avasallante,
súbitamente vimos otra aurora,
alimentando oleajes de silencio
al arribo de tiempos difíciles y arduos;
removiendo recuerdos
de soledades y circunspectas lejanías,
con un olor a moho escurridizo
ensimismados nos alcanzó el confinamiento.
Nos percatamos al instante
de la fragilidad de la existencia,
de las miserias y egoismos tan estrechos,
de los beneficiarios de un sistema inicuo,
de la vulnerabilidad de la arrogancia,
de lo mejor y peor de la condición humana.
No, no es sólo biológica: es social la cepa.
Es menester poner un alto
al racista aleteo de la muerte
que se ensaña con pobres y migrantes
en este mundo enfermo de desigualdad y abuso,
en su perenne asimetría al alza.
Sin perder ripio y acarreando agua a su molino
el imperio se rasga vestiduras,
esgrime injurias, armas y mentiras
e intenta cercenar
los brotes de decoro
que a su testerudez forajida se sublevan.
Surge un imperativo de ecos apremiantes:
poner freno a la suicida marcha
de la acumulación obscena
de poder y ganancia acelerada
de una locomotora reptando hacia el abismo.
Si para el virus no hay fronteras,
tampoco debe haberlas
para la fraternidad y ayuda entre los pueblos:
¡ Busquemos el contagio solidario
del entusiasmo heroico y la esperanza indestructible!