Por: Pbro. Camilo Daniel Pérez
La pandemia del corona virus Covid-19 ha hecho que la humanidad entera hagamos un alto en el camino al obligarnos al confinamiento en los hogares dejando a un lado nuestras habituales preocupaciones y tareas para que nos dediquemos y ocupemos a lo más esencial del ser humano: la defensa de la vida ante la agresión tan despiadada del invisible Covid-19 que ya ha cobrados tantas vidas y ha sembrado tanto dolor y tantas muertes.
Covid-19 nos ha hecho intempestivamente hacer un alto en el camino para voltear a ver, o más bien, a contemplar la vida, nuestra vida, la vida de todos los seres humanos y la vida de todo ser viviente ante el riesgo de la muerte.
La primera reflexión que se me viene a la mente es la fragilidad con que caminamos la vida todo ser humano. No hay creatura en el mundo que desde que nace tenga tanto riesgo de perder la vida como todo ser humano. Necesitamos de muchos cuidados para sobrevivir y crecer sanamente por parte de la mamá, del papá, de la familia y de toda la sociedad hasta que podemos valernos por nosotros mismos… Pero también me llama muchísimo la atención que a pesar de tantos avances científicos y tecnológicos para que tengamos una vida más segura y confortable, venga a trastocarnos toda nuestra existencia, todo el ritmo de nuestra vida un elemento tan insignificante, tan invisible, tan frágil y a la vez tan poderoso como es el virus Covid-19 que se expande usándonos como su vehículo corporal y que ya ha cobrados tantas vidas humanas. Nos encontramos, como dice el Papa, “asustados y perdidos, frágiles y desorientados. En muchas calles hay un silencio que ensordece”. En buena parte, nuestras vidas no dependen ahora de magnates y poderosos, sino, como dice el Papa, de “personas comunes –corrientemente olvidadas- que no aparecen en portadas de diarios y revistas..: médicos, enfermeras, enfermeros, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad…” No cabe duda de que seguimos siendo tan frágiles como los cavernícolas, los neandertales y el homo sapiens de hace 70,000 años. Esto nos hace caer en la cuenta que los humanos a fin de cuentas somos limitados y que sencillamente el mundo no está dominado por nosotros, los seres humanos, al menos en su totalidad.
Esto me lleva a una segunda reflexión, a constatar que no somos dioses, ni tenemos el mundo a nuestros pies. Somos una especie más en el conjunto de otras especies que pueblan la tierra. Somos parte del Planeta Tierra y la suerte de este mundo será nuestra propia suerte. Es grande nuestra responsabilidad moral sobre el amor y cuidado de la creación. Nosotros mismos hemos contribuido con el cambio climático a la devastación e incluso desaparición de algunas especies del planeta. Hemos actuado contra la naturaleza como el corona virus está actuando ahora contra nosotros. Por otra parte, no sólo hemos actuado contra la naturaleza sino contra nosotros mismos, al darle carta de ciudadanía a la violencia como una forma habitual de relacionarnos entre nosotros. Con todo esto, ¿No estaremos sentados sobre la rama que estamos nosotros mismos serruchando día con día? Pensamos, como dice el Papa, que podemos “mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo.”
De ahí la necesidad que tenemos los seres humanos de Dios y, para nosotros los cristianos, la urgente necesidad de conocer y profundizar en el Dios de nuestro Señor Jesucristo. Precisamente en este V Domingo de Cuaresma Jesús de Nazaret se nos presenta en el pasaje del Evangelio de Juan (11,1-45) como el dador de la vida. Esto me lleva a la tercera consideración de mi escrito. En este pasaje Jesús va con sus discípulos a Betania, un pueblito donde viven sus mejores amigos: Lázaro y sus hermanas, Martha y María. Hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Jesús va al sepulcro, acompañado de sus discípulos, Martha, María, y un grupo de judíos. Jesús pide que quiten la piedra que tapa el sepulcro y gritando con fuerte voz le ordena a su amigo: ¡Lázaro, sal fuera!. Y salió el muerto, nos dice la Escritura.
Independientemente de la historicidad del relato claramente nos presenta a Jesús como el dador y el dueño de la vida. Seguramente esta es la convicción de los primeros cristianos, máxime que Jesús declara solemnemente: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre.”
¿Cuál es mi reflexión a la luz de este pasaje? En primer lugar Jesús llora por la muerte de su amigo. Se conmueve y se turba profundamente en su espíritu. “Miren cuánto lo amaba”, comentan los asistentes. Para Jesús estar frente a la muerte es un desafío, es un pesar, un dolor y un misterio como para todo ser humano. Jesús nos abraza con su dolor para que no tengamos miedo de abrazarlo a él “para abrazar la esperanza”. Desde ahí, desde la propia fragilidad humana, Jesús cobra fuerzas para vigorosamente y con profunda fe, invocar a su Padre Dios para que quede claro que él, Jesús, ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia. La vuelta a la vida de Lázaro es el gran símbolo, la gran enseñanza y la indomable esperanza con la que deberemos luchar a brazo partido por nuestra vida, la vida de los demás y de todo ser viviente. Para nosotros los cristianos nos queda claro que la crucifixión y muerte de Jesús no es el fin de todo, ni es el fracaso de nadie. Jesús mismo resucitado se levanta de la muerte para que su victoria sea nuestra victoria. Este acontecimiento, hecho canto y poema a la vida, lo celebraremos en la próxima Pascua y deberemos hacerlo realidad día con día.
Y aquí va mi reflexión conclusiva. Hoy más que nunca ante la amenaza del corona virus nos damos cuenta que dependemos unos de otros. Del cuidado de uno mismo depende el cuidado de los demás. Al estar confinados de alguna manera en nuestra casa es la gran oportunidad para reconocernos, cuidarnos, ayudarnos mutuamente. Tendremos que guardar, como reiteradamente se nos pide, una sana distancia física, pero hoy más que nunca tenemos la gran oportunidad de acercamientos afectivos, tiernos y solidarios. Al lado de “Susana distancia” dejemos que surjan margaritas, azucenas, claveles y rosas de cariño y de comprensión. Una última cosa. Vendrán momentos críticos de escasez y de cansancio. Es el momento en el que realmente sabremos quiénes somos y quiénes queremos ser. Que no nos gane la mezquindad y que Dios nos bendiga.