Por: Dr. Héctor Alejandro Navarro Barrón. Consultor en Educación en Estado de Derecho y Cultura de la Legalidad
En las conversaciones de café, en las filas del banco o en las redes sociales, cada vez que se acerca un periodo vacacional, resuena una frase que, a fuerza de repetición, parece haberse convertido en verdad absoluta: «Los maestros tienen demasiadas vacaciones».
Para el observador externo, el calendario escolar parece un queso gruyere lleno de huecos libres. Sin embargo, tras 35 años de trayectoria —caminando desde el frente del aula como docente, gestionando la complejidad de una escuela como directivo y sirviendo desde la función pública educativa— puedo afirmar categóricamente que esa percepción es un espejismo que oculta una realidad de profundo desgaste físico, mental y emocional.
La docencia no es una labor mecánica. No se trata de ensamblar piezas idénticas en una línea de producción. Educar en Chihuahua implica pararse frente a grupos heterogéneos de 30 o 40 estudiantes, cada uno con un universo propio, con ritmos de aprendizaje dispares y, a menudo, cargando mochilas emocionales pesadas que el maestro ayuda a sostener.
La investigación educativa y la neurociencia nos dicen que la atención constante, la toma de cientos de micro-decisiones por hora y la gestión de la conducta, generan una carga cognitiva abrumadora. A esto llamamos «fatiga por compasión» y «síndrome de burnout». El cerebro del docente está en estado de alerta máxima durante su jornada, no solo transmitiendo conocimiento, sino mediando conflictos, detectando rezagos y garantizando la seguridad de menores.
Quienes critican los periodos de receso escolar olvidan que el trabajo docente no termina cuando suena el timbre de salida. Existe una «jornada invisible»: la planeación didáctica, la revisión minuciosa de trabajos, la capacitación continua y la carga administrativa que, lamentablemente, ha ido en aumento. El docente se lleva el trabajo a casa, física y mentalmente.
En nuestra realidad estatal, donde el clima extremo y las distancias geográficas añaden capas de dificultad, el descanso no es un lujo hedonista; es una necesidad fisiológica y un imperativo pedagógico. Un maestro agotado, estresado o enfermo no puede tener la paciencia, la claridad y la creatividad que nuestros niños y jóvenes merecen.
Los periodos de receso escolar (que no siempre son vacaciones puras, pues a menudo incluyen consejos técnicos y capacitación) funcionan como una válvula de escape necesaria para descomprimir la presión acumulada. Son el tiempo para reconfigurar la mente, sanar la voz y recuperar la energía vital para volver a inspirar.
Invito a la sociedad chihuahuense a cambiar la narrativa. Dejemos de contar los días que el maestro «no está en la escuela» y empecemos a valorar la intensidad y la calidad de los días que sí está. Reconocer la necesidad de descanso de nuestros educadores no es defender un privilegio gremial; es defender la calidad de la educación que reciben nuestros hijos. Porque solo un maestro pleno, descansado y valorado puede encender la llama del aprendizaje.
Después de tres décadas y media al servicio de la educación, sé que el mejor recurso de una escuela no es su edificio ni su tecnología, sino la mente y el corazón de sus maestros. Cuidémoslos.
Aprovecho la oportunidad para agradecer a El Puntero, a su director Francisco Milla y a todos los lectores por estar presentes en mis reflexiones. Les deseo una Feliz Navidad y un próspero 2026. Nos leemos en enero, bendiciones.



