Por: Dra. Nicté Ortiz
#puntodevista #palabrademujer
No sé cuándo comenzó la costumbre de tener una agenda. Quizá surgió cuando aprendimos a darle forma al tiempo, a guardar en papel lo que aún no sucede, como diciendo: «esto quiero que pase y aquí lo dejo para que no se olvide». Las agendas, en el fondo, no son solo listas ni recordatorios; son una manera de abrazar al futuro antes de que llegue, de ordenar nuestros días con sentido, y de reconocer que, aunque el tiempo avanza, somos quienes lo habitamos y decidimos cómo lo llenamos.
Cuando pensamos en el porvenir, aparecen dos fuerzas que nos impulsan: la voluntad y la esperanza. La voluntad es ese motor silencioso que nos mueve, día tras día, a hacer lo que dijimos que haríamos. Es acción, decisión, movimiento. La esperanza, en cambio, es ese horizonte que ilumina, recordándonos para qué caminamos. La una es firmeza, la otra es luz. Y ambas vienen de un mismo lugar: la poderosa sensación de que la vida es un regalo… y que nosotros mismos podemos construirlo.
Y así se van llenando las páginas: con los proyectos que este año fueron semillas y que, en el 2026, sabremos ver florecer. Con los nombres de las personas que se suman a nuestros planes y nos invitan, con alegría, a sumarnos a los suyos. Y, claro, con fechas señaladas, círculos de color y corazones dibujados que nos recuerdan lo esencial: estar presentes cuando la vida se celebra, cuando el amor se comparte, cuando reconocer la importancia del otro se convierte en nuestro acto más humano: las reuniones de club, tu cumpleaños, nuestras vacaciones, aquel café prometido.
La vida se escribe un día a la vez. Pero ese acto de escritura cotidiana es también un ejercicio de intención: la voluntad es la que toma nuestra mano y traza lo que queremos ver cumplido. Está en el trabajo silencioso que nadie aplaude, en las pequeñas decisiones del día a día que, sin darnos cuenta, van construyendo nuestros caminos. Siendo así, cada línea escrita es una promesa: una declaración de que nuestro compromiso con nosotras mismas está vivo y tiene dirección.
Luego está la esperanza. Esa brújula que no necesita detalles para orientarnos, que ilumina aunque no sepamos con exactitud cómo llegar. Nos guía hacia horizontes que aún no vemos, pero que intuimos como posibles. La esperanza nos permite sostener lo que aún no existe, nos hace tender la mano hacia aquello que todavía no tocamos. No es pasividad: es fuerza. Es esa fe que nos recuerda que algo bueno merece nacer del esfuerzo.
Y finalmente, el amor. Ese que no solo llena espacios, sino que los convierte en hogar. El que está presente en las celebraciones, en los afectos compartidos, en la mirada que le damos a nuestros vínculos más importantes. El amor que se expresa en la compañía, en los abrazos a tiempo, en las decisiones que priorizan lo humano por encima de lo urgente. El amor que no solo acompaña las grandes fechas, sino que se cuela en los gestos cotidianos, entrelazando nuestra historia con la de quienes amamos.
El día que abrí mi agenda morada del 2026 —ese color que representa el misterio, la transformación y la magia—, recibí también un mensaje de una persona muy querida invitándome a reservar una fecha muy especial: el día de su boda. Y así, el morado dejó de ser solo un símbolo y se convirtió en una señal: que los proyectos florezcan, que la alegría se comparta con quienes amamos y que siempre esté presente el amor, con esperanza y voluntad, para seguir construyendo juntas y juntos una vida que valga la pena vivir. O ¿cuál es tu #puntodevista?




