Por: Felipe Villa
Ser docente en México es una noble profesión, pero hoy en día se lucha con un panorama cada vez más difícil, donde la apatía de los alumnos y la intolerancia de los padres de familia terminan por desgastar al Maestro. El profesor, antes tan venerado, ahora se encuentra en una espiral de exigencia de resultados sin darle las condiciones mínimas para alcanzarlos. Uno de los grandes problemas que enfrenta el Maestro mexicano es el desinterés de los alumnos. No es sólo distracción espontánea, sino apatía que parece emanar de un sistema educativo y social no siempre conectado con la vida y los objetivos del estudiante.
Muchos profesores se lamentan de que, cuando intentan abrir un debate o formular preguntas, se encuentran con el silencio. El estudiante está presente, pero no participa. «Es como hablarle a la pared», se lamenta entonces, cuando la curiosidad o el interés por la asignatura brillan por su ausencia y al profesor no le queda más remedio que soltar un sermón que, paradójicamente, va abonando el terreno para el desinterés. Ademas, hoy en día, los smartphones dominan tanto que rivalizan. El profesor está hablando de la Guerra de Reforma y media clase está en redes sociales o jugando y aquí, la lucha no es por enseñar, sino por atraer una atención adicta al estímulo instantáneo.
Pero si la desidia estudiantil es un mal interno, la intolerancia y la falta de respeto de los padres han socavado la autoridad del Maestro. En su intento por defender a sus hijos, algunos padres han pasado de la charla constructiva al ataque y la acusación sin fundamento. Cada vez es más frecuente que el padre de familia, ante una mala nota, no se plantee cómo puede ayudar a su hijo, sino que cuestione la capacidad o el criterio del profesor. Ahora hay muchos casos en que los padres exigen que les suban la nota porque «el niño se esfuerza» o «tiene otras obligaciones», poniendo en tela de juicio el trabajo del profesor y exigiéndole que justifique cada punto.
Un caso extremo, pero que se da, es el de los padres que discuten con el profesor por la tarea, ya sea por la cantidad o por lo difícil que sea, y que llegan a las redes sociales para linchamientos o denuncias falsas a la dirección. Se crea un ambiente de temor y control, donde el profesor simplifica el currículo para evitar conflictos y, paradójicamente, empobrece la educación del estudiante. Esta batalla ha convertido al maestro en un blanco vulnerable, donde la vocación se confunde con la obligación de complacer y el profesional de la educación debe dedicar más tiempo a solucionar problemas con los padres que a preparar sus clases.
La Carga Burocrática y el bajo salario: Desviando la vocación
Si la apatía estudiantil y la intolerancia paterna son obstáculos emocionales y de autoridad, la sobrecarga burocrática y la falta de un salario digno son lastres estructurales y económicos que denigran al maestro mexicano. El maestro actual es, con frecuencia, un burócrata de medio tiempo. La sobrecarga de informes, formatos y evaluaciones siempre cambiantes consume tiempo que podría dedicarse a la planeación didáctica y al trabajo personalizado con los estudiantes. Antes que pensar en cómo mejorar una estrategia didáctica de matemáticas para un grupo rezagado, el profesor tiene que dedicar fines de semana a completar Matrices de Indicadores para Resultados (MIR), informes Ruta de Mejora Escolar o justificaciones kilométricas de cada actividad. «Se pierde más tiempo en burocracia que en ser maestro». El maestro no cobra por enseñar, sino por certificar que enseña.
Sin embargo, el salario es quizás la herida más abierta para quienes trabajan en contextos de alta marginación o con colectivos numerosos. Por los bajos salarios muchos maestros, sobre todo de educación básica y media superior, tienen que buscar un segundo y hasta un tercer empleo o trabajar en dos o tres escuelas distintas. Esto les resta energía y reduce el tiempo que podrían dedicar a actualizarse, corregir trabajos o preparar clases más creativas. Un maestro preocupado por sobrevivir es un maestro con menos poder para inspirar.
A menudo, el profesor mexicano siempre paga de su bolsa por materiales para el aula (papelería, impresiones, a veces hasta equipos básicos), especialmente en escuelas públicas de escasos recursos. Esta inversión, de compromiso, nunca es reconocida ni mucho menos remunerada, mostrando la disparidad entre lo que se demanda y lo que se valora económicamente.
La desautorización del profesor: cuando los derechos bloquean la función educativa.
A los graves problemas de apatía estudiantil, intolerancia paterna, burocratización y mala paga, se suma algo que ha despojado al maestro de herramientas imprescindibles: la interpretación exagerada o sacada de contexto de los derechos del educando. Y aunque la protección de los derechos de la infancia y la adolescencia es fundamental, su aplicación al contexto escolar ha generado miedo a alguna sanción.
Los maestros a menudo enfrentan dilemas legales y éticos. El miedo a ser denunciado por maltrato, discriminación o violación de derechos ha paralizado la imposición de sanciones claras y fuertes ante la indisciplina. Ante faltas graves de disciplina de algun estudiante(como lenguaje abusivo o acoso a un compañero), el profesor no puede aplicar sanciones severas como la suspensión temporal. Ya que la expulsión o suspensión puede ser considerado por los padres o algunas autoridades como una violación al derecho a la educación o a un trato digno. El resultado es que el profesorado termina optando por una llamada de atención sin trascendencia, transmitiendo al alumno que lo que hace tiene escasas o ninguna consecuencia, reforzando la falta de respeto en el aula.
Las normas que protegen el derecho del alumno a no ser «estigmatizado» pueden impedir que el profesor sancione a un alumno que habitualmente viola las normas. El temor a la queja de los padres o la Comisión de Derechos Humanos lleva a muchos profesores a «aprobar por decreto» o inflar las calificaciones para evitarse problemas, distorsionando la evaluación y la responsabilidad académica. Esta sobreprotección legal del estudiante, en ocasiones justificada, deja al docente desamparado, invirtiendo el orden de respeto que toda enseñanza-aprendizaje necesita.
Hoy en día, la facilidad con la que los alumnos pueden grabar al profesor (fuera de contexto) y colgar el vídeo en las redes amparándose en su «derecho a la expresión» o «derecho a la prueba» ha generado un ambiente de paranoia y autocensura en el aula. El profesor se lo piensa antes de alzar la voz, de corregir con firmeza o de reñir por miedo a que le interpreten mal y se lleve una sanción, pero el alumno que graba y distrae la clase no recibe ninguna sancion.
En conclusión, la educación necesita equilibrio. Hay que defender los derechos del alumno, pero hay que restablecer la autoridad profesional y la capacidad de disciplina del profesor. Sin la capacidad de establecer límites y consecuencias, el aula se convierte en tierra de nadie, donde el respeto y la disciplina —cimientos de todo aprendizaje— se pierden en un mar de derechos sin deberes.



