¿Derecho al sacrificio?

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Opinión por: Luis Andrés Rivera Levarios, vocero de Salvemos Los Cerros de Chihuahua

Los derechos, desde la visión positiva y moderna, son el acceso a las libertades y recursos que en teoría todas las personas deberíamos gozar solo por el hecho de nacer, en el caso de los derechos humanos, o para ejercer un trabajo, en el caso de los derechos laborales. Desde el Imperio romano, filósofos y juristas han especulado sobre cuáles deben ser los derechos base para el correcto funcionamiento de una sociedad.

Sin embargo, desde enfoques críticos, el discurso sobre el Estado de derecho y el iusnaturalismo moderno, europeo y liberal, constituye únicamente el velo detrás del cual se esconde el colonialismo y la explotación. De este modo, el acceso a ciertos derechos fundamentales —como la vivienda, el agua, un medio ambiente sano o la justicia— depende, en realidad, del capital económico y político de la persona, lo que contradice la definición misma de “derecho”.

Entre los llamados “derechos de nueva generación” destaca uno en particular, que contrapone dos clases de ciudadanía: la rural y la urbana. Se trata del “derecho a la ciudad”. Cabe notar que rara vez —o nunca— se habla del derecho al campo.
Este supuesto derecho parte de la idea de que las ciudades concentran la mayor cantidad de ofertas económicas, sociales, culturales y educativas, y que, por tanto, la ciudadanía debe tener acceso pleno a estos servicios.

En principio, todo parece razonable: ir a museos, obras de teatro o contar con transporte público, ciclovías y espacios públicos es parte de la vida moderna, y pocas personas podrían negarse a disfrutar de esos bienes. Sin embargo, así como el discurso liberal esconde la explotación detrás del velo del Estado de derecho, la ciudad moderna oculta sus pilares materiales y simbólicos detrás de una red de mercancías que buscan invisibilizar la verdad que le da sustento.

Esa verdad es el campo, el territorio, el trabajo agropecuario, los bienes comunes naturales convertidos en recursos y mercancías, y finalmente, el sacrificio de todos estos ciclos vitales y de las comunidades que los sostienen. Son estos territorios rurales, naturales y periféricos los que sufren los efectos más nocivos del extractivismo y del capitalismo, mientras las ciudades se alimentan de su despojo. No hablamos solo de museos o teatros, sino de la gran industria que sostiene al capital financiero nacional e internacional, que necesita de las ciudades como centros de poder colonial.

El llamado “derecho a la ciudad” se revela así como una falacia argumentativa del capital financiero: un disfraz ideológico que encubre su verdadero principio, el derecho al sacrificio.
El sacrificio del territorio, del campo, del agua, del aire y de los cuerpos; el sacrificio de las comunidades que aún sostienen los vínculos con la tierra, para mantener la ficción de un sistema urbano insostenible e injusto.
Bajo el discurso del progreso y los derechos urbanos se perpetúa, en realidad, el derecho de unos pocos a seguir extrayendo, consumiendo y destruyendo lo que queda de lo común.