La psicología política y la formación ética, ¿y si abrimos un instituto de formación política?

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 Opinión por: Norberto Guerra

El espectáculo bochornoso en los recintos legislativos no es un accidente: es el síntoma de un sistema que privilegia la lealtad al partido sobre la competencia moral. La psicología y la evaluación técnica podrían ser antídotos.

En los últimos años, la ciudadanía mexicana ha sido testigo de un fenómeno que va más allá de la simple incompetencia o la divergencia ideológica: la transformación de los espacios de poder en escenarios de vergüenza colectiva. Legisladores que gritan, insultan, se golpean y priorizan intereses personales sobre el bien común han convertido la política en un espectáculo bochornoso. Este no es un problema de colores partidistas; es una crisis de patología del poder.

La raíz del mal no está solo en la corrupción tradicional, sino en la ausencia de filtros que evalúen la idoneidad psicológica y ética de quienes aspiran a gobernar. Muchos políticos actúan como “superhéroes” que crean crisis, las observan crecer y luego aparecen con soluciones miserables que solo maquillan problemas estructurales. Juegan con la esperanza de una ciudadanía que, cansada de la ineficacia, termina creyendo en varitas mágicas y promesas vacías.

Este circo no es casual. Es el resultado de un sistema que permite el acceso al poder por compadrazgo, herencia, negociación de espacios o lealtades a grupos de interés. Los plurinominales –muchos de ellos llegados por acuerdos opacos– son solo la punta del iceberg. ¿Cómo esperar que alguien que debe su puesto a un compromiso privado priorice el interés público?

La solución no está en esperar que los actores actuales se autorregulen. La transformación debe venir de fuera: necesitamos institutos de formación política que integren disciplinas como la psicología, la ética y la psicometría para evaluar y formar a los futuros servidores públicos. Estos centros no buscarían crear robots o pensamiento único, sino perfiles con:

Evaluación psicométrica: Identificar rasgos de personalidad como narcisismo, falta de empatía, tendencia a la manipulación o incapacidad para manejar crisis. Instrumentos validados científicamente –como el MMPI o el test de Hare para psicopatía– se usan en empresas y fuerzas de seguridad; ¿por qué no aplicarlos en política?

Formación en ética y comunicación pública: Enseñar no solo técnicas discursivas, sino principios de justicia, transparencia y rendición de cuentas.

·       Manejo de conflictos y negociación: Sustituir la confrontación visceral por herramientas de diálogo y construcción de acuerdos.

·       Historia y sociología: Entender los problemas nacionales desde una perspectiva estructural, no desde ocurrencias.

Algunos dirán que esto es utópico o incluso elitista. Pero países como Finlandia, Suecia o Canadá ya integran evaluaciones técnicas y formación obligatoria para sus funcionarios. El resultado no es una política perfecta, pero sí más transparente y eficiente.

La ciudadanía tiene un papel crucial: dejar de ser espectadora pasiva y exigir que los partidos políticos –y eventualmente el Estado– implementen estos mecanismos. No se trata de improvisar; existen universidades y organizaciones de la sociedad civil con experiencia para diseñar estos programas.

El momento de actuar es ahora. Cada vez que un legislador convierte la tribuna en un ring de box, cada vez que un funcionario miente descaradamente, cada vez que la esperanza se vende al mejor postor, perdemos un poco más como país. Pero hay alternativas. La psicología política y la formación ética no son lujos académicos; son herramientas de supervivencia democrática.

El circo terminará cuando dejemos de aplaudirlo y exijamos otra forma de hacer política. Merecemos más que superhéroes de cartón: merecemos servidores públicos.

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