La tierra y el territorio distingue a su gente

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Opinión por: Luis Rivera

Dicen que la tierra no tiene memoria. Que la tierra es muda. Pero quienes caminamos los cerros sabemos que eso es mentira: el territorio distingue a su gente, reconoce quién lo cuida y quién lo destruye. Sabe quién llega con respeto y quién llega con maquinaria.

Durante décadas se nos quiso arrancar esa relación. Nos enseñaron que el desierto era feo, inútil, deshabitado; que aquí no había nada que mereciera protección. Bajo esa mentira justificaron desmontes, fraccionamientos, minería, incendios provocados y megaproyectos que han devorado cerros enteros. Y al convencernos de que nuestra tierra no valía, nos condenaron a pensar que tampoco valía nuestra vida.

Pero hoy esa narrativa ya no pasa desapercibida. Ya no cuela.
Porque el territorio sí distingue.
Y también exige cuentas.

La defensa del territorio en Chihuahua no es romántica ni simbólica: es una lucha contra un modelo de saqueo que opera desde el poder. Un modelo donde el dinero se impone sobre la ley, donde los funcionarios voltean hacia otro lado, donde las consultas públicas se simulan, donde se castiga a quienes defienden el agua y se premia a quienes la contaminan.

En este contexto, defender un cerro es un acto profundamente político. Es decirle al Estado y al mercado: aquí hay límites, aquí hay vida, aquí hay futuro. Y también es decirle a nuestra propia comunidad: lo que somos depende de lo que cuidamos.

Porque en la lucha socioambiental uno se encuentra con verdades que duelen:
—Que no todas las personas están dispuestas a defender lo que es de todos.
—Que abundan los discursos de “progreso” que solo benefician a unos cuantos.
—Que hay gobiernos que prefieren callar antes que enfrentar intereses económicos.

Pero también uno encuentra algo más fuerte: se encuentra a sí mismo.
Y entiende que la defensa del territorio es una forma de defensa personal, colectiva y espiritual.

Salvemos los Cerros ha demostrado que, cuando la gente se organiza, el territorio responde. No porque la victoria esté garantizada —no lo está—, sino porque la organización desarma la mentira más profunda que nos sembraron: la de que somos pequeños, aislados, insignificantes frente al poder.

Hoy hay niñas y niños que ya saben nombrar un cerro; jóvenes que caminan la tierra antes de hablar de ella; familias que aprendieron que su desierto es sagrado. Ese cambio de consciencia no es menor: es la base para disputar el futuro.

Falta mucho, sí. Los ataques continúan, la voracidad crece, y la crisis climática aprieta como una mano sobre la garganta. Pero cada vez que una comunidad se planta frente a una excavadora, cada vez que se interpone una denuncia, cada vez que caminamos juntos una ladera, el territorio nos reconoce.
Y nos distingue.

Porque al final, no defendemos los cerros solo por amor: los defendemos porque sin ellos no hay pueblo, no hay identidad, no hay vida digna.
Defenderlos es decir: no aceptamos un mundo donde la tierra sea mercancía y la gente sea desechable.

Y es afirmar algo que quienes nos han querido destruir no entienden:
que un territorio defendido distingue a su gente, la fortalece, la nombra y la hace inolvidable.