Por: Dr. Héctor Alejandro Navarro Barrón. Consultor en Educación en Estado de Derecho y Cultura de la Legalidad
Un polvorín silencioso está estallando en los pasillos de nuestras secundarias. Imaginen la escena: un adolescente, presuntamente dentro del espectro autista, agrede a sus compañeras con tocamientos íntimos, desata su violencia contra alumnos y maestros. El miedo se vuelve el pan de cada día. La escuela, en cumplimiento de su deber, busca removerlo para proteger a la comunidad. Pero los padres del joven interponen un amparo, blindándolo con el argumento de su derecho a una educación inclusiva. Y así, el aula se convierte en un campo de batalla legal y moral.
Este caso, lejos de ser una anécdota aislada, nos arroja a la cara uno de los dilemas más espinosos de nuestro tiempo: ¿dónde termina el derecho a la inclusión y dónde empieza el derecho fundamental a la seguridad?
Los padres del agresor blanden la bandera de la no discriminación. Argumentan que la condición de su hijo exige «ajustes razonables», no la expulsión. Sostienen que la escuela falló en proveer el apoyo necesario y que, por tanto, es corresponsable de la crisis. Su lucha, amparada en la ley, busca proteger el futuro educativo de su hijo. Es una postura comprensible desde el amor parental.
Pero en la otra esquina del cuadrilátero están las víctimas. Jóvenes y docentes cuya integridad física y emocional ha sido vulnerada. Para ellos, la escuela ha dejado de ser un espacio de aprendizaje para convertirse en una zona de riesgo. Su derecho no es una abstracción legal; es la necesidad básica de sentirse seguros, de poder ir a clase sin temor a ser agredidos o abusados.
Aquí es donde la balanza de la justicia debe encontrar su punto de equilibrio, y la Suprema Corte de Justicia de la Nación ya ha dado una pista crucial: la seguridad en el centro escolar es la base fundamental para poder ejercer el derecho a la educación . No es una ponderación entre iguales; es una condición previa. Un entorno violento anula la posibilidad de aprender. La seguridad no es un lujo, es el cimiento sobre el que se construye cualquier proyecto educativo.
Es fundamental desmitificar la narrativa. Un diagnóstico, sea de autismo o de cualquier otra condición, no es un cheque en blanco para la violencia. La ley protege a las personas con discapacidad de la discriminación, no de las consecuencias de sus actos. El concepto de «ajustes razonables» tiene un límite claro: los derechos de los demás. Permitir que un alumno abuse y agreda a otros no es un ajuste razonable; es una abdicación del deber de cuidado que la escuela tiene sobre toda su comunidad. La escuela se encuentra atrapada en un laberinto. Por ley, está obligada a seguir protocolos estrictos antes de tomar una medida tan drástica como la expulsión. Debe notificar a las autoridades en menos de 24 horas, documentar cada hecho y garantizar el derecho de audiencia. No puede actuar por impulso, pero tampoco puede quedarse de brazos cruzados mientras la violencia escala.
La expulsión, en este contexto, no debe verse como un castigo, sino como una medida de protección indispensable. No anula el derecho a la educación del adolescente, pero sí reconoce que esa institución específica ya no puede garantizar la seguridad de los demás si él permanece ahí. La solución no es sacrificar a la comunidad, sino buscar para él un entorno educativo diferente, quizás más especializado, donde pueda recibir la ayuda que necesita sin ser un peligro para otros.
Mientras tanto, el caso se desdobla en otras arenas legales. Los actos de abuso sexual y lesiones son delitos que deben ser atendidos por el sistema de justicia penal para adolescentes. Y no olvidemos la responsabilidad civil: los padres son legalmente responsables por los daños que sus hijos causan . El amparo podrá protegerlo de la expulsión, pero no lo exime a él ni a su familia de las consecuencias legales y económicas de sus acciones.
Este conflicto nos obliga a una reflexión profunda como sociedad. El principio del «interés superior de la niñez» debe aplicarse a todos los niños, no solo a uno. El interés superior de las víctimas a una vida libre de violencia es tan preponderante como el interés del agresor a recibir una educación. Cuando estos derechos chocan, debe prevalecer el que garantiza el bienestar y la seguridad de la mayoría. La inclusión es un objetivo irrenunciable, pero una inclusión que permite el abuso es un espejo roto que deforma su propósito original. La primera lección que cualquier escuela debe enseñar es que la seguridad no es negociable.