Por: Rosalío Morales Vargas
Amanecía. El domingo amodorrado,
vestido de jazmines, flamboyanes y palmeras,
se sacudió de súbito al fragor
de escopetas, pistolas y fusiles.
La suave brisa de la bahía santiaguera
empujaba las nubes con rumbo a la montaña.
En el Cuartel Moncada de Santiago
y en el De Céspedes en Bayamo se prendía
la tea ardiente y generosa,
la chispa intransigente,
por un mundo sin amos engreídos,
ni esclavos con grilletes y mordazas.
La volcánica aurora de julio despertó
las soporíferas conciencias, el letargo
que inhibe voluntades y recluye
en prisiones oscuras el valor
de decir basta, hasta aquí aguantamos
la ruindad y vileza dominantes.
Iluminada por la ética martiana
la tropita rebelde intentó asaltar el cielo
a horcajadas de ideales redentores;
más allá de las armas era la palabra,
el deseo de escapar de la ignominia,
la pasión por un pueblo liberado.
Con el ejemplo del coraje y de la audacia,
los grises velos de la indecencia acumulada
en las bodegas de egoísmo y estulticia,
serán rasgados por el ímpetu
de mujeres y hombres redimidos,
forjados en la fragua del amor
y de la dignidad de los sueños indelebles.
A pesar de los densos nubarrones
que en el mundo entinieblan los confines,
a pesar de canallas que pululan
violentando derechos de los pueblos,
seguiremos los pasos insurgentes,
porque para nosotros siempre es 26.