¡Ni que fuéramos iguales!

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Por: Manuel Gil Antón (Colaboración para El Universal)

Uno de los ejes de la fase neoliberal del desarrollo del capitalismo, consistió en no emplear el gasto público de manera general -como era el caso de los subsidios- sino en localizar a quienes harían buen uso de esos recursos: focalizar fue el término elegido para distinguir al subconjunto que recibiría apoyo. Conformaban el padrón de “beneficiarios” de un bien que distribuía la autoridad. Eran, en la jerga al uso de quienes impulsaron este tipo de políticas públicas, la población objetivo. Este proceder no derivaba sólo de la restricción de los fondos por las crisis, sino de una ideología.

El Banco Mundial con nitidez, lo dijo: “Basta de subsidios injustificados para reducir la pobreza. Lo que se requiere es atender a los “pobres meritorios”. Era necesario, entonces, probar que además de estar en una condición sustantiva de pobreza, se contaba con las características que implicaba el adjetivo. Sí: hay de pobres a pobres.

Esta manera de concebir el ejercicio del gasto social no solo se impuso en los programas de combate a la pobreza, sino que formó parte del modo en que se retribuía el trabajo en algunos espacios laborales a cargo del gobierno. En lugar de aumentos salariales colectivos, como antaño, el camino era distribuir estímulos monetarios, adicionales al sueldo, a quienes lo merecieran. Es decir, no todos son iguales.

En la educación pública, dicha estrategia se ha llevado a cabo, con distintas modalidades, desde 1992 hasta la fecha: 33 años.
A mi juicio, es esto lo que subyace de fondo a la discusión en torno a la Unidad del Sistema de Carrera de Maestras y Maestros, la famosa USICAMM, que la presidenta se comprometió a suprimir en su campaña.

Se trata, si se quiere atender de raíz, de romper con la lógica de las Transferencias Monetarias Condicionadas a la Evaluación (TMCE), que inició en 1992 para este sector en el contexto del Acuerdo para la Modernización de la Educación Básica, y fue conocido como Carrera Magisterial. Fue un sistema de dotación de estímulos a docentes que fuera “meritorios”. Se establecieron condiciones para conseguir desde el nivel A que otorgaba 20% más del salario base, hasta el máximo, el deseado escalón E, con un sobresueldo de 200%. Muchísimo dinero y prestigio.

Permitía la promoción a esos niveles no por la vía de cambiar de puesto (de profesor a director, por ejemplo) o categoría escalafonaria, sino mejorar los ingresos mediante asistencia a cursos, obtención de grados o los resultados de los alumnos atendidos en las pruebas estandarizadas. La relación entre el nivel del docente en Carrera Magisterial y la mejoría en aprendizaje fue nula.

Con la reforma de Peña, se estableció el Servicio Profesional Docente (SPD), con la misma lógica: se ganaba más si, luego de la evaluación, la profesora era considerada idónea, satisfactoria, buena o excelente, con el añadido de que, si se rehuía a la evaluación, o se reprobaba una cierta cantidad de veces, se perdía el empleo.

La modificación constitucional de AMLO no cambió la forma de operar, sino el nombre y ciertas atribuciones del SPD: la llamó USICAMM y hoy se discuten sus ajustes, no su desaparición.

Estas modalidades han generado una estratificación aguda, y ya interiorizada, entre y por el magisterio: “ni que fuéramos iguales”.

¿Volveremos a un sistema salarial razonable, en el que quien no trabaje no cobre, y al que labore con esmero obtenga un salario digno y jubilación decente? Es eso, a mi entender, lo que está en el fondo del tema. ¿Le entraremos?

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton