Por: Victor M. Quintana S.
Estuvimos al borde de la Tercera Guerra Mundial. O ya estamos en ella: un conflicto bélico intermitente y múltipresente, de baja intensidad las más de las veces, que de pronto se torna álgido y puede expandirse a todo el planeta.
Sólo con Hitler en el poder la paz del mundo había dependido como hoy de la mente y las decisiones de dos personas en las que el homo demens ha anulado por completo al homo sapiens: Trump y Netanyahu. El demencial deseo de dominio por encima de todos los valores humanos.
Y, sin embargo, tanto el Presidente de los Estados Unidos como el Primer Ministro Israelí fueron democráticamente electos. Esto nos revela las grandes limitaciones del modelo de democracia de Occidente, de lo que se denomina el Norte Global. Dos personas que fueron electas por millones o cientos de miles de ciudadanas y ciudadanos que, sin embargo, toman individualmente la decisión de iniciar una guerra que afectará gravemente la vida de los millones que los apoyaron con su voto.
Por más eufemismos que se empleen para “justificar” las agresiones armadas, como el de “guerra preventiva” o “guerra para defender el espacio vital israelí”, nada puede ocultar los deseos de dominación, de acceso a materias primas estratégicas, de los negocios, que son los activadores del detonador de las masacres. Tan sólo un ejemplo: con el pretexto de estar preparados para un eventual ataque de Rusia y China, Trump les ordena a todos los miembros de la OTAN que empleen el 5.5% de su presupuesto en armamento. No es que le interese tanto la defensa de sus socios noratlánticos, sino la reactivación de la industria militar estadounidense, gran motor de dinamización económica. Ahí está el peine.
Pero más allá de las consideraciones geopolíticas o geoeconómicas hay una realidad que no mencionan los líderes globales y que aun a nosotros se nos olvida porque nos estamos acostumbrando a las guerras: el gran sufrimiento humano que provocan. Israelíes e iraníes se jactan de que destruyeron buena parte de la capacidad ofensiva del otro, pero no se habla de todas las personas que murieron de uno y otro lado. O de las más de 58 mil personas asesinadas en Gaza, la mayoría de ellas mujeres y niños, de las masacres sionistas a las multitudes hambrientas que se acercan a recibir ayuda alimentaria. O las personas que cada día fallecen en guerras como la de Ucrania y Rusia, la de Sudán del Sur, la del Congo…Ni tampoco los daños a los ecosistemas por las bombas, los incendios, la contaminación de corrientes y espejos de agua, la polución que las explosiones causan a la atmósfera. Los daños a la comunidad de la vida.
Las guerras, siempre decididas desde arriba, son procesos de deshumanización, no basta con condenar a sus responsables y sus pocos beneficiarios. Es necesario sacar la cara por la humanización y la vida. Para eso, hay varias tareas a emprender desde abajo, desde nuestras realidades.
La primera es la compasión con todas las personas que sufren por ellas. Una compasión activa que se informa, que comenta, que comparte, que busca hacer conciencia.
La segunda es ejercer nuestra ciudadanía. México es un país pacifista, ciertamente, y nuestro gobierno busca el respeto a la soberanía de los pueblos y la no intervención. Pero es necesario que nos manifestarnos públicamente contra la injusticia armada que devasta al mundo.
La tercera es hacer realidad los valores que hacen posible la paz en nuestras relaciones cotidianas, aquellos que son negados por los promotores de las guerras: la cooperación, la capacidad de compartir, la crítica al “poder para poder”, para aplastar a los demás, el cuidado que prestemos todos los días a los demás, a nuestra Casa Común, para recordar al Papa Francisco.
Cooperación y cuidado esos deben ser también deben ser los ejes de una nueva política de paz. Gandhi decía “la política es el cuidado de las cosas del pueblo” y de la madre naturaleza, agregaríamos.