lunes, enero 13, 2025
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Del Tequio al Korima: Modelos de Desarrollo Comunitario en la Cosmovisión Mexica y Rarámuri

Por: Jorge Arturo Salcido

En el territorio que hoy conforma México, coexistieron y coexisten múltiples sistemas sociales y filosóficos que, desde la época prehispánica, conciben la vida comunitaria como un acto de equilibrio integral. Dos ejemplos paradigmáticos de esta concepción son el tequio de la tradición mexica (aunque la práctica sigue viva en varias comunidades nahuas y otros pueblos mesoamericanos) y el korima de los rarámuris de la Sierra Tarahumara. Ambos términos, a primera vista, definen “trabajo comunal” o “apoyo mutuo”, pero van más allá de la simple cooperación práctica: responden a principios religiosos, filosóficos y culturales que sirven de base para la organización socioeconómica y la cohesión de la comunidad.

El presente ensayo examina las raíces históricas y cosmovisivas de tequio y korima, enmarcándolos en la filosofía náhuatl y la tradición ralámuli, respectivamente. Se analizará cómo estos modelos de colaboración inciden en el desarrollo comunitario contemporáneo, reflexionando sobre su pertinencia para contextos actuales de resiliencia cultural y, potencialmente, para el debate global en torno a la solidaridad y la sustentabilidad.

El mundo mexica y la importancia del tequio
Los mexicas, herederos de una amplia tradición mesoamericana, basaban su organización en el calpulli: una unidad socio-territorial donde la familia y el parentesco se unían con obligaciones comunales para asegurar la subsistencia y la estabilidad social. En este contexto, el tequio se entendía como el trabajo colectivo y obligatorio (aunque impregnado de un sentido de compromiso y reciprocidad) que toda persona debía aportar al bien común.

Los mexicas concebían el universo como un entramado de fuerzas regidas por la necesidad de equilibrio (equilibrio entre dioses, humanos y naturaleza). El tequio no solo construía obras públicas (caminos, templos, acueductos), sino que, en términos simbólicos, contribuía a preservar el orden en el mundo humano, reflejando la cooperación y la armonía que se deseaba en el cosmos.

El trabajo comunal estaba a menudo asociado con ceremonias de petición de permiso a la tierra o actos de agradecimiento a las deidades. Si bien no siempre se registra explícitamente como “tequio” en las fuentes coloniales, el registro de obras colectivas y la dedicación de los mexicas a la construcción de grandes complejos ceremoniales (por ejemplo, el Templo Mayor en Tenochtitlan) demuestra el fuerte componente cívico-religioso de esta práctica.

A través del telpochcalli (escuela para jóvenes) y el calmécac (para la formación de élites y sacerdotes), se enseñaba la importancia de la participación comunal, reforzando la identidad de grupo y la responsabilidad hacia la ciudad-estado (altepetl). Este compromiso formaba parte de la herencia del Toltecáyotl, la cual buscaba forjar seres humanos con un “rostro y corazón” bien formados (in ixtli, in yóllotl).

Los ralámulis, conocidos también como tarahumaras, habitan la Sierra Tarahumara, una región con entornos geográficos abruptos y climas extremos. El korima en su acepción más extendida se refiere a “compartir” o “dar de sí mismo sin esperar nada a cambio”; es el principio que mantiene la cohesión social y, a la vez, permite enfrentar las precariedades ambientales y económicas.

Para los ralámulis, el universo posee una dimensión divina que protege y orienta; sin embargo, exige reciprocidad. La comunidad es un reflejo del orden natural: cada persona tiene un papel que cumplir, y la supervivencia colectiva depende de la disposición a cooperar y compartir.

Korima Se traduce en prácticas concretas como brindar alimentos al que no tiene, participar en la construcción de casas, en la siembra o cosecha de maíz y frijol, o auxiliar a familias que atraviesan alguna necesidad. Es una ayuda esencialmente voluntaria, pero moralmente vinculante: no existe un decreto legal que obligue, sino la fuerza de la costumbre y la ética interna del grupo.

Celebraciones como el yúmare—caracterizadas por danzas y cantos—son espacios de comunión religiosa y social. En ellos, el korima se plasma en la organización de la fiesta, el reparto de alimentos y el apoyo mutuo en la logística. Estas fiestas funcionan, además, como mecanismos para negociar tensiones sociales y fortalecer los vínculos de parentesco y amistad.

Si bien el México actual es un Estado-nación fuertemente centralizado, en muchas comunidades rurales persisten formas de autogestión que beben directamente de raíces prehispánicas y coloniales. El tequio —o sus variantes contemporáneas en otras lenguas indígenas— sigue practicándose en pueblos de Oaxaca, Guerrero, Puebla y otras entidades. Por su parte, el korima se mantiene como una institución viva entre los rarámuris, a pesar de las presiones de la modernización y los procesos de mestizaje cultural.

La participación regular de hombres y mujeres en proyectos comunitarios (limpieza de caminos, escuelas, capillas, casas de salud) y la disposición a brindar apoyo a quien lo necesita refuerzan la identidad colectiva y ofrecen soluciones concretas a carencias de infraestructura o recursos básicos.

Las autoridades locales —sean los concejos de ancianos en la Sierra Tarahumara o los cargos municipales en comunidades con usos y costumbres— promueven el trabajo comunal y alientan la reciprocidad. Esto actúa como un contrapeso a la privatización de la tierra y a la fragmentación social que muchas veces acompaña la economía de mercado.

En un contexto de desafíos ambientales y socioeconómicos globales, el tequio y el korima representan experiencias de sostenibilidad cultural. Su premisa básica —que el bien común se construye colectivamente y que la naturaleza otorga recursos que deben devolverse de algún modo— se alinea con concepciones actuales de desarrollo sustentable y de economías solidarias.

Tanto la cultura mexica como la ralámuli reconocen una relación sagrada con la tierra. Los cultivos y los recursos naturales son parte de un tejido cósmico que no debe romperse. Este principio ecológico, expresado en la práctica comunal, aporta una mirada alternativa a la explotación intensiva de la tierra bajo lógicas puramente mercantiles.

El korima, por ejemplo, encarna un “intercambio no mercantil” basado en valores de generosidad y reciprocidad, lo que algunos antropólogos denominan una “economía moral” (Scott, 1976) que prioriza la estabilidad y la equidad social por encima de la acumulación individual.

Un factor decisivo para la continuidad de estas prácticas es la transmisión de valores a través de la familia, la oralidad y las celebraciones. En el caso de los mexicas, el calmécac y el telpochcalli eran instituciones formales; hoy, dicha transmisión se produce más en la vida cotidiana y en las asambleas comunales. Entre los ralámulis, los niños aprenden el korima presenciando cómo sus padres y abuelos actúan cuando hay alguien en situación de necesidad.

Los discursos tradicionales (huehuetlahtolli) y la sabiduría oral ralámuli (relatos, narraciones míticas) contienen referencias constantes a la solidaridad y la responsabilidad social.

La educación no se limita a discursos, sino que se pone en juego en el acto mismo de cooperar. El trabajo comunal y la ayuda mutua se transforman en procesos formativos de carácter práctico, cimentando así la conciencia de “pertenencia” y la identidad.

A pesar de las distancias geográficas y temporales, tanto en la cosmovisión mexica (que se extendió y dejó huella en diversas regiones) como en la ralámuli subyace el principio de que el individuo no está aislado, sino que forma parte de un tejido mayor. La felicidad o realización personal depende de su contribución al bien común. Esta coincidencia también se observa en otras culturas mesoamericanas (zapotecas, mayas, etc.) que comparten nociones de reciprocidad y trabajo colectivo.

En la actualidad, estos sistemas enfrentan retos que amenazan su continuidad:

Jóvenes de comunidades indígenas migran hacia ciudades o son absorbidos por trabajos asalariados donde la competencia individual es el eje rector. Esto socava la participación en el tequio o en el korima.

Programas de desarrollo e infraestructura que no toman en cuenta la estructura comunitaria ni la autodeterminación pueden desarticular las formas tradicionales de organización.

La influencia de medios de comunicación globales, la digitalización y las nuevas tecnologías pueden generar cambios en la escala de valores, diluyendo el compromiso comunal.

Pese a estos desafíos, los principios de tequio y korima también muestran signos de resiliencia. Cada vez se reconoce más su valor como patrimonio cultural inmaterial y como vías para el desarrollo local con enfoque participativo. Se han documentado iniciativas en las que el trabajo comunal se fortalece al vincularse con proyectos de ecoturismo comunitario, cooperativas de productos orgánicos o artesanales y, en el caso ralámuli, la organización de corredores y carreras tradicionales como estrategia de cohesión y proyección cultural.

Estos casos ejemplifican un modelo centrado en la comunidad, la reciprocidad y la identidad cultural, que contrasta con modelos economicistas basados en la productividad individual y la acumulación de capital.

Se observa un creciente interés de algunos académicos, organizaciones civiles y cooperativas internacionales por aprender de las experiencias de trabajo colectivo indígena para aplicar elementos análogos en contextos urbanos o en comunidades campesinas no indígenas.

El tequio y el korima constituyen dos ejemplos robustos de cómo las comunidades indígenas conciben el desarrollo no solo como un proceso de mejora material, sino también como un camino ético y espiritual de realización colectiva. Mientras que el tequio, arraigado en la tradición nahua-mexica, enfatiza la obligatoriedad moral de participar en la construcción de lo común, el korima de los ralámulis se mueve en el terreno de la voluntariedad social, aunque imbuida de una fuerte carga moral y cultural que hace difícil negarse a la invitación a compartir.

La comprensión de estos sistemas invita a cuestionar los modelos de desarrollo basados en la competencia individualista y la acumulación material, al proponer una visión del bienestar cimentada en la colaboración y la reciprocidad. Asimismo, abre la puerta a un diálogo intercultural donde las prácticas indígenas puedan inspirar estrategias de resiliencia y sostenibilidad para el futuro. Conservar, recrear y difundir estos principios no solo beneficiará a los pueblos que los crearon, sino que puede iluminar alternativas de convivencia comunitaria para un mundo que, cada vez más, requiere de cooperación y respeto hacia los bienes comunes y la diversidad cultural.

Por: Jorge Arturo Salcido

En el territorio que hoy conforma México, coexistieron y coexisten múltiples sistemas sociales y filosóficos que, desde la época prehispánica, conciben la vida comunitaria como un acto de equilibrio integral. Dos ejemplos paradigmáticos de esta concepción son el tequio de la tradición mexica (aunque la práctica sigue viva en varias comunidades nahuas y otros pueblos mesoamericanos) y el korima de los rarámuris de la Sierra Tarahumara. Ambos términos, a primera vista, definen “trabajo comunal” o “apoyo mutuo”, pero van más allá de la simple cooperación práctica: responden a principios religiosos, filosóficos y culturales que sirven de base para la organización socioeconómica y la cohesión de la comunidad.

El presente ensayo examina las raíces históricas y cosmovisivas de tequio y korima, enmarcándolos en la filosofía náhuatl y la tradición ralámuli, respectivamente. Se analizará cómo estos modelos de colaboración inciden en el desarrollo comunitario contemporáneo, reflexionando sobre su pertinencia para contextos actuales de resiliencia cultural y, potencialmente, para el debate global en torno a la solidaridad y la sustentabilidad.

El mundo mexica y la importancia del tequio
Los mexicas, herederos de una amplia tradición mesoamericana, basaban su organización en el calpulli: una unidad socio-territorial donde la familia y el parentesco se unían con obligaciones comunales para asegurar la subsistencia y la estabilidad social. En este contexto, el tequio se entendía como el trabajo colectivo y obligatorio (aunque impregnado de un sentido de compromiso y reciprocidad) que toda persona debía aportar al bien común.

Los mexicas concebían el universo como un entramado de fuerzas regidas por la necesidad de equilibrio (equilibrio entre dioses, humanos y naturaleza). El tequio no solo construía obras públicas (caminos, templos, acueductos), sino que, en términos simbólicos, contribuía a preservar el orden en el mundo humano, reflejando la cooperación y la armonía que se deseaba en el cosmos.

El trabajo comunal estaba a menudo asociado con ceremonias de petición de permiso a la tierra o actos de agradecimiento a las deidades. Si bien no siempre se registra explícitamente como “tequio” en las fuentes coloniales, el registro de obras colectivas y la dedicación de los mexicas a la construcción de grandes complejos ceremoniales (por ejemplo, el Templo Mayor en Tenochtitlan) demuestra el fuerte componente cívico-religioso de esta práctica.

A través del telpochcalli (escuela para jóvenes) y el calmécac (para la formación de élites y sacerdotes), se enseñaba la importancia de la participación comunal, reforzando la identidad de grupo y la responsabilidad hacia la ciudad-estado (altepetl). Este compromiso formaba parte de la herencia del Toltecáyotl, la cual buscaba forjar seres humanos con un “rostro y corazón” bien formados (in ixtli, in yóllotl).

Los ralámulis, conocidos también como tarahumaras, habitan la Sierra Tarahumara, una región con entornos geográficos abruptos y climas extremos. El korima en su acepción más extendida se refiere a “compartir” o “dar de sí mismo sin esperar nada a cambio”; es el principio que mantiene la cohesión social y, a la vez, permite enfrentar las precariedades ambientales y económicas.

Para los ralámulis, el universo posee una dimensión divina que protege y orienta; sin embargo, exige reciprocidad. La comunidad es un reflejo del orden natural: cada persona tiene un papel que cumplir, y la supervivencia colectiva depende de la disposición a cooperar y compartir.

Korima Se traduce en prácticas concretas como brindar alimentos al que no tiene, participar en la construcción de casas, en la siembra o cosecha de maíz y frijol, o auxiliar a familias que atraviesan alguna necesidad. Es una ayuda esencialmente voluntaria, pero moralmente vinculante: no existe un decreto legal que obligue, sino la fuerza de la costumbre y la ética interna del grupo.

Celebraciones como el yúmare—caracterizadas por danzas y cantos—son espacios de comunión religiosa y social. En ellos, el korima se plasma en la organización de la fiesta, el reparto de alimentos y el apoyo mutuo en la logística. Estas fiestas funcionan, además, como mecanismos para negociar tensiones sociales y fortalecer los vínculos de parentesco y amistad.

Si bien el México actual es un Estado-nación fuertemente centralizado, en muchas comunidades rurales persisten formas de autogestión que beben directamente de raíces prehispánicas y coloniales. El tequio —o sus variantes contemporáneas en otras lenguas indígenas— sigue practicándose en pueblos de Oaxaca, Guerrero, Puebla y otras entidades. Por su parte, el korima se mantiene como una institución viva entre los rarámuris, a pesar de las presiones de la modernización y los procesos de mestizaje cultural.

La participación regular de hombres y mujeres en proyectos comunitarios (limpieza de caminos, escuelas, capillas, casas de salud) y la disposición a brindar apoyo a quien lo necesita refuerzan la identidad colectiva y ofrecen soluciones concretas a carencias de infraestructura o recursos básicos.

Las autoridades locales —sean los concejos de ancianos en la Sierra Tarahumara o los cargos municipales en comunidades con usos y costumbres— promueven el trabajo comunal y alientan la reciprocidad. Esto actúa como un contrapeso a la privatización de la tierra y a la fragmentación social que muchas veces acompaña la economía de mercado.

En un contexto de desafíos ambientales y socioeconómicos globales, el tequio y el korima representan experiencias de sostenibilidad cultural. Su premisa básica —que el bien común se construye colectivamente y que la naturaleza otorga recursos que deben devolverse de algún modo— se alinea con concepciones actuales de desarrollo sustentable y de economías solidarias.

Tanto la cultura mexica como la ralámuli reconocen una relación sagrada con la tierra. Los cultivos y los recursos naturales son parte de un tejido cósmico que no debe romperse. Este principio ecológico, expresado en la práctica comunal, aporta una mirada alternativa a la explotación intensiva de la tierra bajo lógicas puramente mercantiles.

El korima, por ejemplo, encarna un “intercambio no mercantil” basado en valores de generosidad y reciprocidad, lo que algunos antropólogos denominan una “economía moral” (Scott, 1976) que prioriza la estabilidad y la equidad social por encima de la acumulación individual.

Un factor decisivo para la continuidad de estas prácticas es la transmisión de valores a través de la familia, la oralidad y las celebraciones. En el caso de los mexicas, el calmécac y el telpochcalli eran instituciones formales; hoy, dicha transmisión se produce más en la vida cotidiana y en las asambleas comunales. Entre los ralámulis, los niños aprenden el korima presenciando cómo sus padres y abuelos actúan cuando hay alguien en situación de necesidad.

Los discursos tradicionales (huehuetlahtolli) y la sabiduría oral ralámuli (relatos, narraciones míticas) contienen referencias constantes a la solidaridad y la responsabilidad social.

La educación no se limita a discursos, sino que se pone en juego en el acto mismo de cooperar. El trabajo comunal y la ayuda mutua se transforman en procesos formativos de carácter práctico, cimentando así la conciencia de “pertenencia” y la identidad.

A pesar de las distancias geográficas y temporales, tanto en la cosmovisión mexica (que se extendió y dejó huella en diversas regiones) como en la ralámuli subyace el principio de que el individuo no está aislado, sino que forma parte de un tejido mayor. La felicidad o realización personal depende de su contribución al bien común. Esta coincidencia también se observa en otras culturas mesoamericanas (zapotecas, mayas, etc.) que comparten nociones de reciprocidad y trabajo colectivo.

En la actualidad, estos sistemas enfrentan retos que amenazan su continuidad:

Jóvenes de comunidades indígenas migran hacia ciudades o son absorbidos por trabajos asalariados donde la competencia individual es el eje rector. Esto socava la participación en el tequio o en el korima.

Programas de desarrollo e infraestructura que no toman en cuenta la estructura comunitaria ni la autodeterminación pueden desarticular las formas tradicionales de organización.

La influencia de medios de comunicación globales, la digitalización y las nuevas tecnologías pueden generar cambios en la escala de valores, diluyendo el compromiso comunal.

Pese a estos desafíos, los principios de tequio y korima también muestran signos de resiliencia. Cada vez se reconoce más su valor como patrimonio cultural inmaterial y como vías para el desarrollo local con enfoque participativo. Se han documentado iniciativas en las que el trabajo comunal se fortalece al vincularse con proyectos de ecoturismo comunitario, cooperativas de productos orgánicos o artesanales y, en el caso ralámuli, la organización de corredores y carreras tradicionales como estrategia de cohesión y proyección cultural.

Estos casos ejemplifican un modelo centrado en la comunidad, la reciprocidad y la identidad cultural, que contrasta con modelos economicistas basados en la productividad individual y la acumulación de capital.

Se observa un creciente interés de algunos académicos, organizaciones civiles y cooperativas internacionales por aprender de las experiencias de trabajo colectivo indígena para aplicar elementos análogos en contextos urbanos o en comunidades campesinas no indígenas.

El tequio y el korima constituyen dos ejemplos robustos de cómo las comunidades indígenas conciben el desarrollo no solo como un proceso de mejora material, sino también como un camino ético y espiritual de realización colectiva. Mientras que el tequio, arraigado en la tradición nahua-mexica, enfatiza la obligatoriedad moral de participar en la construcción de lo común, el korima de los ralámulis se mueve en el terreno de la voluntariedad social, aunque imbuida de una fuerte carga moral y cultural que hace difícil negarse a la invitación a compartir.

La comprensión de estos sistemas invita a cuestionar los modelos de desarrollo basados en la competencia individualista y la acumulación material, al proponer una visión del bienestar cimentada en la colaboración y la reciprocidad. Asimismo, abre la puerta a un diálogo intercultural donde las prácticas indígenas puedan inspirar estrategias de resiliencia y sostenibilidad para el futuro. Conservar, recrear y difundir estos principios no solo beneficiará a los pueblos que los crearon, sino que puede iluminar alternativas de convivencia comunitaria para un mundo que, cada vez más, requiere de cooperación y respeto hacia los bienes comunes y la diversidad cultural.

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