Opinión por: Mtro. Norberto Guerra Mendias
En la periferia, el transporte público no es lo suficientemente bueno, ni lo suficientemente frecuente, ni lo suficientemente seguro. Las unidades que llegan —si es que llegan— suelen estar en mal estado, sobrecargadas de pasajeros y con rutas que no cubren todas las necesidades de la población. Para quienes viven aquí, tomar el autobús no es solo un acto de paciencia; es un acto de fe. Fe en que el camión pasará, fe en que llegará a tiempo, fe en que no se descompondrá en medio del camino
Pero la realidad suele ser otra. Las personas que dependen de este servicio para llegar a sus trabajos enfrentan retrasos constantes, lo que se traduce en descuentos en sus salarios o, en el peor de los casos, en la pérdida del empleo. Para los estudiantes, llegar tarde a la escuela significa perder clases importantes o enfrentar sanciones. Y para las familias, cada retraso es un recordatorio de que el sistema está diseñado para excluirlos.
La pobreza que golpea sin cesar
En estas colonias, la pobreza no es solo una condición económica; es una realidad que permea todos los aspectos de la vida. Los recursos escasean, y cada peso gastado en transporte es un peso menos para comida, medicinas o educación. Las personas se ven obligadas a tomar decisiones difíciles: ¿pagar el pasaje o comprar alimentos? ¿Llegar tarde al trabajo o gastar en un taxi? Estas decisiones, aparentemente pequeñas, tienen consecuencias enormes en la vida de las personas.
La falta de servicios básicos agrava aún más la situación. Sin agua potable, sin drenaje, sin electricidad confiable, la vida en la periferia es una lucha constante. Y en medio de esta lucha, el transporte público deficiente se convierte en una carga adicional, un recordatorio de que, para el sistema, estas personas son invisibles.
La frustración que se amplifica
La sensación de abandono y la frustración crecen con cada autobús que no llega, con cada calle oscura, con cada factura de luz que no se puede pagar. La pobreza no solo golpea el bolsillo; también golpea el espíritu. Las personas se sienten atrapadas en un sistema que no les ofrece salidas, en una ciudad que les da la espalda. Y esta frustración, acumulada día tras día, puede convertirse en rabia, en desesperación, en desesperanza.
Pero también puede convertirse en resistencia. Porque, a pesar de todo, las personas en la periferia siguen luchando. Siguen levantándose temprano, tomando el autobús, yendo al trabajo, cuidando de sus familias. Su resiliencia es un recordatorio de que, incluso en las condiciones más adversas, la dignidad humana persiste.
Abogar por un transporte público digno en las colonias de la periferia no es solo una cuestión de movilidad; es una cuestión de justicia social. Es reconocer que todas las personas, sin importar dónde vivan, merecen acceso a servicios básicos, a oportunidades, a una vida digna. Es entender que la violencia estructural no es un problema aislado, sino un sistema que se alimenta de la exclusión y la marginación.
La solución no es sencilla, pero es necesaria. Requiere inversión, planificación y, sobre todo, voluntad política. Requiere escuchar a quienes viven en la periferia, entender sus necesidades y trabajar con ellos para construir un futuro mejor. Porque, al final, una ciudad que abandona a sus habitantes más vulnerables es una ciudad que ha perdido su humanidad.
«Hay mucha diferencia entre no tener dinero y ser pobre. No tener dinero es un estado económico. La pobreza es un estado de ánimo debilitante, una depresión del espíritu.»
John Hope Bryant
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