Por: Pbro. Camilo Daniel Pérez.
Ahora que se habla mucho en el ambiente político del tema de la reconciliación y del perdón, me permito hacer la siguiente reflexión.
Como afirma Robert J. Schreiter hay falsas maneras de plantear la reconciliación. Expongo unas de ellas que nos pueden aclarar el camino para una auténtica reconciliación: Una forma espuria de reconciliación es pedir a las víctimas de la violencia que olviden el pasado y perdonen cristianamente. Es una tentación en la que caemos frecuentemente los líderes religiosos. Esto es trivializar el sufrimiento de las víctimas pidiéndoles que posterguen su sufrimiento. Quienes pretenden ser reconciliadores de esta manera están prolongando la situación de opresión y están ignorando la dignidad humana de las personas ofendidas. No se puede fincar una paz verdadera “deshumanizando” el dolor y sufrimiento ajenos. Quienes así lo hacen se alían con los violentos, aun cuando no estén implicados directamente con la violencia. La reconciliación no sólo implica el cese de la violencia, sino la restauración de vidas humanas, especialmente de quienes más han sufrido.
Una verdadera reconciliación comienza cuando las víctimas tienen la posibilidad de “alzar la voz”, de mostrar su ira sin ser reprimidas o calladas y cuando tienen la posibilidad de denunciar los hechos y son atendidas en sus demandas sin ser revictimizadas o desdeñadas. Sólo así es posible caminar hacia la reconciliación y la paz.
Otra forma espuria de la reconciliación es minimizar o simplemente dejar a un lado el conflicto que se deberá atender. No hay frases más hirientes para el que ha sufrido y sufre la violencia decirles que “ya lo superen, no se atormenten tanto”. No puede haber reconciliación sin reparación del daño causado, sin conocer las causas del conflicto y sin saber la verdad de lo acontecido. Simplemente no se puede construir nada nuevo sobre brasas que aún están ardiendo.
Una tercera concepción falsa de la reconciliación es pensar “voluntarísticamente” que se puede dar. Basta que se imponga por un decreto, como si la reconciliación fuera un asunto meramente administrativo. La reconciliación no se da por un simple regateo de las partes. No se impone por una “verdad decretada” mediante una mediación que pretenda “armonizar”, es decir, suavizar las cosas, mucho menos si se pretende la reconciliación con mentiras camufladas de verdad. La reconciliación es un proceso, las más de las veces lento, de las partes en conflicto y no una solución venida desde arriba, ni por meras cuestiones técnicas, ni por acuerdos políticos. Es una actitud que implica toda la vida y las creencias más profundas.
El auténtico proceso de reconciliación comienza en la víctima, porque el objeto de la reconciliación no es la violencia en sí, sino el sentido humano de la propia víctima. El reto de la víctima es recuperar la humanidad sustraída por la violencia y la toma de conciencia de que el victimario también pierde una buena porción de su humanidad. A medida que esto va sucediendo la víctima no se escapa a la confrontación de la violencia pero no queda atrapada en ella, pues las preguntas de fondo de cualquier víctima serán sobre el significado de todo esto para ella y cómo deberá resignificar ahora su vida. Son preguntas que, tal vez, no sean explícitas pero sí inseridas en el quehacer humano de la vida. Esto de ninguna manera se puede pasar por alto.
En este proceso de la víctima se abre la posibilidad del perdón que solamente la víctima, quien ha sido agraviada y ha sufrido, es la que está habilitada para perdonar. Nadie, absolutamente nadie puede suplirla en otorgar el perdón, ni siquiera el Presidente de la República, mucho menos puede ofrecer el perdón en nombre de las víctimas. Nadie tampoco puede exigir a la víctima que perdone, ni tampoco se puede legislar el olvido ni imponerse por decreto.
La primera beneficiada del perdón es la propia víctima. Seguirá recordando la violencia ejercida contra ella, pero ya no le hará daño, ni seguirá cargando sobre sus espaldas a quien fuera su victimario, pero está claro que no hay perdón sin justicia. Para una verdadera reconciliación deberá darse la reparación del daño y por parte del victimario, al menos el reconocimiento del daño ocasionado. La reconciliación, pues, no es una estrategia del Estado, sino una actitud, una espiritualidad que brota de la convicción de las propias víctimas. Esto no quiere decir que para la reconciliación personal y social no deba coadyuvar el Estado.