Monterrey.-Coco, (2017), la nueva aventura de Pixar, utiliza, como principal insumo, materia cultural de México, en particular el Día de Muertos. La cinta moldea las tradiciones, ajustándolas a las necesidades de la producción, y la presenta al mundo como una comedia de animación espectacular, divertida y didáctica.
La mexicanidad que se muestra aquí está sobrecargada. La historia parece más bien un relato de Carlos Fuentes: la narración es bella, pero muestra al país como los gringos quieren verlo y como lo imaginan en el extranjero. Pero, con las generosas libertades que proporciona la creatividad, los realizadores Lee Unkrich y Adrián Molina, triunfan, al mostrar la que es, quizás, la más colorida de las películas de la prodigiosa fábrica de sueños inventada por John Lasseter.
La temática es muy original y, aunque es nacionalísima como el nopal, como filme no deja de ser un producto con etiqueta de exportación, que muestra, fuera de las fronteras, la estampa de lo que es nuestra celebración de los Fieles Difuntos, una costumbre incontrastable en el orbe, por sus rituales, forma y folclor únicos, que siempre llaman la atención en el exterior.
En la contradicción se encuentra el acierto básico de la cinta: el onomástico para recordar a los occisos es, en México, motivo para la jarana. Lo que debiera ser jornada de luto y dolor, por los ausentes, se convierte en una fiesta. Y Coco transforma la solemne conmemoración en la emocionante aventura de Miguel, un chiquitín que, para convertirse en músico, literalmente desciende hasta el Mictlán para encontrar a quien cree que puede ser su inspiración.
No hay peligro para los niños. Estos cadáveres no espantan, pues son tremendamente humanos y nobles. Los magos de Pixar le extraen todo el sentido macabro a la patria de calaveras y la convierten en un enorme barrio divertido, con sus plazoletas, sus centros de reunión, callejones y su espectacular escenario de grandes eventos.
Hasta este sitio llega el pequeño integrante de una familia de zapateros muy mexicana, por morenos y de prole numerosa. Su sueño es ser músico, pero su familia se lo impide, hasta que en un Día de Muertos toca una guitarra mágica que lo lleva con sus ancestros fallecidos, a los que encuentra a través de un bello puente hecho de flor de cempasúchil. Ahí necesita, para regresar, la bendición del más grande músico que ha dado México, Ernesto de la Cruz, un tipo de copete y frente amplia, estampa obvia de Pedro Infante, con la voz de Marco Antonio Solís.
En su paso por el inframundo, el niño es ayudado por Héctor (Gael García), un esqueleto paria que ansía ser evocado. El elenco, en español, es complementado por otras voces reconocidas por el público como Angélica María, Héctor Bonilla, Alex Lora y Chabelo, entre otros.
Las imágenes son poderosas. Hay un embriagador despliegue de colores, con mucha pirotecnia. Los muertos aquí visten con atuendos de la época de don Porfirio, como calaveras garbanceras de José Guadalupe Posada. Lo más sorprendente son los alebrijes, de deslumbrante diseño, que son más apreciados en esta ficción que en la realidad actual.
Hay guiños a las figuras pop y a la cultura de México. Por ahí aparecen, en el inframundo, algunos personajes que serán fácilmente identificables. Frida Khalo, la más célebre de las pintoras tenochcas, tiene su pronunciado homenaje.
La odisea del pequeño mueve a la reflexión sobre la necesidad espiritual de preservar el recuerdo de los muertos, que dan sentido de identidad, pertenencia y familia y quienes, además, merecen la gratitud de los que les sobreviven. La mejor expresión para preservar su memoria es la conservación de su recuerdo, con la visita al panteón o con el colorido altar, donde son colocadas las fotografías de los seres amados, de recuerdo grato, inolvidables.
Aunque tiene momentos crueles, la historia trata con simpatía y compasión a todos los muertos, aun los que perecieron injustamente. Pero también proporciona esperanza y mueve a renovar la fe en la importancia de conservar, en el corazón, a quienes fueron importantes y ya no están, como se muestra en el desenlace, donde hay un momento tremendamente conmovedor, bellísimo, digno de Pixar y sus guiones virtuosos.
La música de Michael Giacchino es, otra vez excelsa. El tema central, “Recuérdame”, es una balada de melodía insuperable.
Coco está ya entre las mejores cintas de Pixar.
Fuente: Proceso